Me acosté pasada la una de la madrugada después de escuchar el nuevo disco de Rosalía, con el que me emocioné y me eché unas cuantas lágrima, y pensé en esos grandes discos que tienen miles de escuchas como el OK Computer de Radiohead, el Harvest de Neil Young, o el Post de Björk.
Me he despertado a las doce con la sensación de estar completamente desconectado de todo, y me ha dado igual. Puede que sean los primeros síntomas de la vuelta a mis ideas depresivas. «Estar solo tampoco ayuda nada», pensaba mientras me miraba en el espejo del baño. «Estoy solo todo el tiempo viviendo en un barrio envejecido». Lo ves, ideas depresivas.
No sé si estoy en dique seco, o simplemente estoy descansando de todos estos meses de escritura, que es lo más probable. Puedo escribir este diario y puedo dibujar, puedo cocinar un puchero, jugar a la PS4, volverme a la cama o salir a dar un paseo y terminar como siempre en la cafetería dando likes a perfiles de chicas en Tinder; creo que ya le he dado like a más de un perfil generado por IA. Tengo todo un viernes por delante y un finde para estar por casa y pensar qué cojones quiero hacer con tanto tiempo libre.
Sin echar siesta, después de comer he seguido delante del ordenador repasando viejos textos para ver qué tenía y qué podía recuperar para futuras publicaciones, o yo qué sé. A las cinco de la tarde me he puesto los auriculares para seguir escuchando el disco de Rosalía, he cogido la basura y he salido de casa, desesperado y con ganas de calle. Antes de meterme en la cafetería, he pasado por la farmacia para sacar la insulina y, mientras la farmacéutica me atendía, en esos segundos que cortaba el cartón de la caja con un cúter, he girado la cabeza para ver la cristalera y ver la última luz solar de la tarde que se iba escondiendo detrás de unos edificios. Al salir de la farmacia he cruzado la plaza, apenas sin gente y con los cuatro viejos de siempre sentados en los bancos. Entrar en la cafetería y verla vacía me ha recordado a los meses de invierno de estos dos últimos años, repetitivos y sin aventuras, con el único plan de tomar café fuera de casa como opción de hacer algo.
De nuevo me he vuelto a sentar en una mesa del fondo, cerca de la barra, y la camarera (una chica nueva que está durando demasiado) se ha fijado en mis calcetines de Bob Esponja y me ha dicho que le encantaban y que era muy fan; eso me ha hecho gracia. Luego le he pedido un café y he seguido con el disco nuevo mientras observaba todo lo que tenía a mi alrededor. Con el café en la mesa, ha aparecido un tipo en chanclas y calcetines que llevaba una camiseta amarilla dejando ver parte de una enorme tripa colgando; el tipo, sudando y con muy mal aspecto, se ha acercado hasta la barra para pedir un café, luego se ha sentado cerca de mí y no he podido evitar mirarlo, pensando en que podría tener a su madre muerta y cortada en pedacitos muy pequeños en varias bolsas dentro del armario de su habitación, al lado de un póster de Iron Maiden. Varios sorbos más tarde y mientras la Rosalía seguía en mis orejas, ha aparecido otro señor, este disfrazado de tenista: claramente otro cincuentón en crisis con varios divorcios. Al menos no llevaba tatuajes. Por su aspecto me lo he imaginado trabajando en alguna oficina de un banco o en un mostrador del aeropuerto; por las mañanas disfrazado de oficinista y por las tardes de tenista divorciado. ¿Qué necesidad hay de ir disfrazado de tenista (muñequeras incluidas) para tomar café?
Otros sorbos después, delante de mí ha aparecido un grupo de cuatro amigas jóvenes, una de ellas acompañada de un bebé que ha metido en una trona, pegada a la mesa. La madre tenía ese aspecto de primera amiga del grupo en romper el hielo de los bebés, motivo por el que las amigas (en privado) la odian y envidian. Está claro que ser madre ahora mismo es lo más parecido a experimentar meterte una pistola en la boca y jugar a la ruleta rusa. Cualquier tema de conversación que no fuese sobre el bebé, sobraba en esa mesa, y las amigas lo sabían. «Chicas, soy madre, pero voy a seguir siendo la misma imbécil de siempre, y vamos a seguir haciendo las mismas cosas y poniéndonos hasta el culo de todo todos los viernes por la noche», a ver, no.
Después de tomarme el café y pagar, he salido de la cafetería y me he vuelto a meter en el supermercado; esta vez necesitaba pasta de dientes y café. Volviendo a casa he pensado que, al final, el día no había estado tan mal del todo.
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