Y, de repente, ha pasado otro mes, y nos hemos metido en octubre. El verano ha pasado a ser más recuerdos archivados de Instagram. La gente “normal” ha vuelto a sus vidas normales y a sus trabajos normales, mientras yo me sigo levantando pasadas las doce de la mañana. Las bombas siguen cayendo sobre Palestina, Rosalía sigue siendo una estrella mundial, y los tapones de las botellas siguen dando problemas para tener una vida ordenada y en condiciones. En nada terminará el año, y no habré cumplido con mi propósito de escribir un libro brillante, o al menos algo decente. La verdad es que no tengo muy claro qué es lo que he hecho: ¿otro libro diario de un amargado?, ¿otro intento de estirar mi tontería para autoengañarme pensando que estoy trabajando de verdad?
Esta mañana me he levantado antes de la una, y no me ha importado levantarme tarde, porque había quedado con mi hija para comer después de su salida del instituto, a las tres de la tarde. Dormir más evita que pase más tiempo despierto y amargado, comiéndome la cabeza por mi situación. Si paso más tiempo durmiendo, gasto menos. Además, por las mañanas, creativamente no funciono: soy un trapo, un zombie.
Después de desayunar, sobre la una y media, he salido por la puerta. He calculado mi hora de bus hasta Palma para que me diese algo de tiempo para tomar algo hasta la salida de la niña. De camino a la parada (a un minuto de casa), me he vuelto a encontrar con Raúl, mi excompañero de la cocina del hotel en el que trabajé en el verano del 19. Nos hemos encontrado ya tantas veces que podría decir que es el «Raúl de toda la vida del barrio». Raúl no es la primera persona que deseo ver cada día cuando salgo a la calle, pero el Arenal es un pueblo pequeño, y, al final, este lugar son cuatro calles; es imposible pasar desapercibido o esconderse. Cuando Raúl me ha visto, se ha puesto a sonreír con su boca llena de dientes, como un personaje malvado de una película de Smiley. Raúl, con su característico pelo como finos pinchos negros, sus andares de tipo canijo y sus pintas de colgado. Si estuviésemos en una peli de principios de los noventa, un joven John Turturro encarnaría a Raúl y sería nominado para el premio de la Academia. Ya había olido su peste a porro incluso antes de que saliera de casa. Le hago gracia a Raúl por mis vídeos y mi comedia, y, siempre que nos vemos, me recuerda que ve todo lo que subo a mis redes. Raúl me ha dado un abrazo, mientras yo no perdía de vista el cruce, porque en cualquier momento tenía que pasar mi autobús. Y, de repente, estábamos ahí los dos, plantados en la parada del bus, en otro encuentro extraño. Raúl parece que se haya quedado anclado en el tiempo, entre la década de los noventa, en un pasado de currantes de barrio con aspiraciones a tener una moto grande, casa propia y dinero para drogarse en los días libres. Da igual en qué año estés trabajando: si estás metido en un hotel, la sensación del tiempo se distorsiona, se transforma, y te quedas atrapado para siempre en una «nada» continua.
—¿A dónde vas? —me ha preguntado Raúl, mirándome intensamente con sus pequeños ojos fumados, como si acabara de romper una ventana de un centro psiquiátrico para escaparse corriendo por un monte llevando un gastado chándal Adidas.
—Voy a Palma, que he quedado con mi hija para comer.
—Joder, muy bien, me cago en la puta, Toni, yo estoy fatal. ¿Sabes que ya no estoy trabajando en el hotel?
Y Raúl ha empezado a contarme su vida, como si estuviésemos sentados en sillas plegables en su último grupo de ayuda dentro de una cancha cubierta de baloncesto (has visto esa imagen un millón de veces en el cine).
—Vi a Juan hace unos meses en la puerta del Mercadona, y estuvimos hablando un rato. Le dije que estaba buscando trabajo, y me dijo que me pasara por el hotel en febrero.
—¿Y te vas a volver a meter en el hotel? —me ha preguntado, acercándose cada vez más a mí con su aliento a hachís.
—Ya. ¿Y qué voy a hacer? De lo mío no sale nada ni va a salir. Los últimos shows los cancelé porque no vino nadie.
—Coño, sí, lo sé, si yo te sigo —me ha dicho. Yo no sigo a Raúl en ninguna red social, pero por precaución, porque sé que, si sigo a alguien como él, podría acabar completamente desquiciado.
—Toni, pues yo estoy muy a gusto ahora en el hotel donde estoy: entro a las cinco de la mañana, y a la una del mediodía ya estoy fuera.
A la hora a la que me levanto, he pensado.
—Vaya paliza levantarse a las cuatro para ir a currar —le he dicho, mientras seguía pendiente de la llegada de mi autobús, nervioso por no perderlo.
—Tío, yo es que ya estoy acostumbrado. Y ahora tengo toda la tarde para mí y para tocarme los huevos.
Toda la tarde para pasarse metido en todos los bares del Arenal, un tío de treinta y pocos años.
—Te lo juro, cualquier día de estos me corto la polla —me ha dicho Raúl, mientras miraba a un par de chavalas guiris que venían caminando hacia nosotros.
—Yo tenía que haber nacido maricón, tendría menos problemas.
—Tendrías los mismos problemas.
—Sí, pero no tendría hijos.
—O sí… A ver, tienes tres hijos. Tú sabrías lo que estarías haciendo.
—Cómo odio a mis hijos, de verdad, Toni, solo me dan problemas, solo me dan gastos. Encima le tengo que pasar pasta a la puta de la madre….Te lo juro, cualquier día de estos yo termino en la cárcel.
—Siempre te escucho desde mi habitación —le he dicho con mi tono divertido para cambiar de tema. Padres odiando a sus hijos y exmaridos maltratadores asesinando a sus exparejas son temas que siempre me han aburrido, no por nada, pero, en ese momento, no tenía ganas de escuchar las mierdas de un puto drogadicto. Los padres de Raúl viven en el edificio que está junto al mío, y, desde la corrala de vecinos, puedo oír muchas veces a Raúl hablando a gritos con sus padres, como al imbécil de mi otro vecino, el yonki, que no para de hablar en todo el maldito día.
—Tío, tú al vecino, el yonki, ¿lo conoces? El que está todo el día hablando a gritos.
—Joder, ese tío sí que está mal de la cabeza. Ese lo que tiene es una baja por depresión, por eso lo oyes todo el día, porque no sale de su casa.
—Una baja por subnormal es lo que debería tener, qué tío más pesado. Es que vaya barrio de mierda en el que vivimos.
—Toni, yo estoy completamente hundido. Este sitio te atrapa y te aplasta la cabeza. Yo de aquí ya no salgo… Así te lo digo.
—A ver, que también te puedes tirar por el puente y matarte, siempre que sepas tirarte bien —le he dicho a Raúl, de nuevo, con mi tono de la guasa, como alguien que sabe quitarle hierro a las cosas.
Finalmente, el bus ha aparecido por el cruce, y he levantado la mano para que me viese, mientras Raúl me apretujaba con un abrazo de despedida… Y hasta nuestro próximo y neorrealista encuentro.
Cuando me he subido al bus, estaba completamente vacío. Siempre me gusta esa sensación. Al sentarme al lado de una ventana, me he puesto a pensar en la conversación que acababa de tener con Raúl, y en que había sido todo muy intenso, triste y divertido, como todos nuestros encuentros, que tendría que empezar a grabarlos. Luego he pensado en lo puto loco que estaba ese chico, y que, con esa cabeza que tiene, seguramente no llegaría a los cuarenta años. A medida que el bus avanzaba hacia Palma, se ha ido llenando, y mi sensación de bienestar se ha esfumado.
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