Desde que empecé a trabajar en el hotel, he evitado comer en casa, por el horario, por eso de estar solo y cocinar para uno (que siempre es un asco), por el gasto que implica tener comida en la nevera y, sobre todo, porque trabajo en una cocina. Así que, cada día, antes de las dos de la tarde, me meto en la cantina del personal y como algo rápido antes de encerrarme mis ocho horas de turno continuo. Siempre que como, lo hago acompañado de mis compañeros de los diferentes departamentos, y el hotel es muy grande y cuenta con una gran plantilla: gente hambrienta que se reúne a la misma hora para comer: camareras de pisos, mis compañeros de la cocina, recepción, lavandería, mantenimiento. Siempre que entra alguien por la puerta, da los buenos días y dice «buen provecho», que es lo normal, lo correcto, lo que está bien: «Buenos días, buen provecho». Y, si alguien sale por la puerta, vuelve a decir «buen provecho», y eso son muchos «gracias» que todo el mundo dice a la vez. Yo siempre he evitado entrar en ese juego y, siempre que entro a comer, lo hago con mis auriculares puestos, me centro en mi plato y como en silencio. Y está bien, de verdad, y seguro que toda la gente con la que trabajo es genial, pero, por el momento, no me ha apetecido irme de cañas con ellos, al karaoke o a jugar al fútbol (cocineros contra lavanderos). Hace tiempo que pasé de dar los buenos días y, cuando entro en la cantina, lo hago diciendo un hola, y ya está. Cuando termino de comer, dejo mi plato y salgo por la puerta sin decir nada. Estoy agotado de ver a tanta gente comiendo con la boca abierta, dando las gracias a los demás compañeros.
Hace una semana, mientras comía con la cantina a reventar de personal, la jefa de las camareras de pisos terminó de comer, se levantó y nos dijo a todos: «Buen provecho». En ese momento, me calenté y, con mi habitual tono de guasa, les dije a los que estaban sentados: «¿Sois conscientes de las veces que nos decimos ‘buen provecho’ y ‘buenos días’? Somos muchos trabajando aquí». Cuando solté ese comentario, que era en tono irónico, la señora directora (una mujer de unos cincuenta mil años, que estaba sentada al lado de la jefa de las camareras), con unas gafas más grandes que su cara y unas terribles cejas depiladas y teñidas, me miró y me dijo con un fuerte acento alemán de mala de película: «¿Te crees mejor que los demás? Es de buena educación entrar y dar los buenos días, algo que tú no haces. Y, si decimos ‘buen provecho’, lo mismo. Tú entras con tu música puesta y no hablas con nadie. Así nadie va a querer hablar contigo nunca». Los demás compañeros de la mesa se quedaron callados, y la tensión en el ambiente fue pura mantequilla. En ese momento, me quedé tan cortado que no supe cómo reaccionar. La directora me había desarmado completamente, y no pude tirar de mis viejos trucos de cómico, porque en ese momento ya no lo era. Cogí mi plato, dije «lo siento» y salí de la cantina.
Al día siguiente, pasé de comer en la cantina, por la vergüenza o por miedo a coincidir con la directora y los demás compañeros. En cuanto entré en la cocina, Ramón (mi jefe) me estaba esperando en el cuarto frío, y lo primero que me dijo es que me querían ver en el despacho de la directora; estaba claro que aquello no podía ser nada bueno. El jefe me acompañó hasta la recepción, y, en todo momento, tenía en la cabeza que me iban a despedir. Ramón tocó a la puerta de la directora nazi, y entramos los dos. Aquella señora no tenía sentido del humor… A ver, era nazi y había trabajado en los campos de exterminio. Mi jefe también estaba muy serio. Nos sentamos delante de ella, delante de su escritorio gigante.
—Lo de ayer estuvo muy feo, reírte de tus compañeros de trabajo. Les ha sentado muy mal.
Para intentar rebajar la tensión, mi jefe de cocina le dijo a la directora que yo siempre estaba de broma y que mi comentario solo fue un chiste. Yo me volví a disculpar y le dije que me pasé de frenada y que no volvería a suceder. Después de eso, la directora me dijo que me tenía que pasar por todos los departamentos para pedir disculpas a mis compañeros. Después de salir del despacho, me pasé más de cuarenta minutos pasando por los diferentes departamentos del hotel y, a cada compañero y compañera, le di los buenos días y les dije «buen provecho», por todas las veces que no lo había hecho en los meses anteriores. Y, como a esa hora las camareras de pisos estaban haciendo las habitaciones, tuve que pasar por cada habitación del hotel —fueron muchos pisos—para interrumpirles el trabajo y pedirles perdón. La verdad es que fue un día bastante raro. Ahora, en cuanto entro por la puerta de la cantina, lo primero que digo es «buen provecho», doy los buenos días y cojo mi comida. Ya no me pongo los auriculares para comer, y siento que pertenezco a una gran familia.
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