Siete de la tarde, y me siento chafado y asqueado. Es como si solo tuviera un día libre, y, en mi segundo día de descanso, a partir de las siete de la tarde, ya me tengo que ir olvidando del día, porque a las ocho me tengo que volver a dormir, si no quiero morir en el turno de desayunos. Así que, mejor, me relajo, me doy una ducha, ceno algo y me meto una pastilla para dormir nueve horas y levantarme fresco y a tope a las cinco de la mañana. Una vez que tenga metido en el horno el pan, la bollería, las alubias, los huevos y el chorizo, todo lo demás es un paseo de correr hasta la una y media del mediodía. Lo que realmente cuesta es arrancar esa primera hora. Ya he puesto las dos alarmas. Tengo un brick de crema de verduras para cenar. Me he pasado estos dos días escribiendo y tirado en la cama sin hacer nada, y, como sigo siendo pobre, no he podido hacer nada fuera de casa. Como no tengo un duro, he vuelto al té con leche, porque es más barato que estar haciendo cafeteras. Y, como no tengo mucha comida en la nevera y estoy harto de tanta hamburguesa del Mercadona, estoy comiendo muchas tortitas, porque son baratas, y seguramente sean la vía más rápida para morir; pero lo bueno de todo es que ya no moriré siendo joven y dejaré una obra alucinante sobre todos mis últimos lloros.
jueves, 22 de mayo de 2025
La última hora del día
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