sábado, 22 de febrero de 2025

Jamás podría escribir un diario

 ¿Ya he dicho que esto es un sábado? ¿Y si la semana que viene pasan cosas y me llaman de por todos lados y de repente tengo un montón de trabajo y le tengo que decir que no a cosas?

 Antes de las cuatro de la tarde me despierto de mi siesta. Me como un yogur en la cama y me quedo un rato mirando y acariciando a la gata; por el momento mi compañía más fiel. La gata Lola no me va a calentar la cabeza con sus dramas, ni me va a taladrar con la última serie que ha visto, o que si tengo que ver tal película porque es la mejor del mundo; ella simplemente es una gata preciosa que duerme a mis pies.
 Hago tiempo antes de salir de casa. A las cinco abre mi cafetería, y me pasaré allí un par de horas leyendo y tomando café. Puede que no haga mucho más hoy, o puede que lo esté dando todo mientras escribo esto. En estos días he visto The Brutalist, que me ha gustado mucho. El sol del futuro, del siempre brillante Nanni Moretti. Y anoche vi La acompañante, que va sobre una chica robot, y me ha parecido muy divertida. Al final el futuro era esto: hombres solos que pasan sus días encerrados mirando pelis.
 Esta mañana, después de mi desayuno, he salido a dar mi paseo por la playa, algo que no puede decir todo el mundo: tener la playa a unos minutos siempre es un lujo, el paraíso. Pero también es una maldición, porque todo ese mar me separa de mil cosas que me gustaría hacer, y me recuerda siempre que vivo atrapado en una isla. Durante mi paseo, mientras me iba cruzando con mil viejos (casi todos diabéticos y con problemas del corazón), he vuelto a tener la sensación de inicio de la temporada, con todos esos viejos buscando los rallos de sol de mediados de febrero. Y también he visto a una chica rubia en bikini tomando el sol en la arena, tumbada bocabajo; visión idílica que me ha roto ver a un viejo gordo metido en el mar, bañándose hasta las rodillas. Al terminar mi paseo, me he metido en el supermercado Eroski, y la cola para pagar perfectamente podría haber dado tres vueltas a la manzana. Después de coger café, una botella de agua y dos Kas naranja zero, he pasado por la caja, y la señora cajera (una cincuentona con los brazos tatuados), le ha dicho a otro cliente que estaba delante de mí, que las máquinas de autoservicio se habían roto. «Mejor, así tendréis trabajo», le ha dicho, y me ha parecido un pensamiento muy sabio.

La cafetería estaba a reventar de gente mayor; los viejos de vacaciones de invierno, un clásico del Arenal. Siempre es fascinante ver a parejas de avanzada edad, apretujados en las mesas, devorando pasteles de merengue, como diciéndole a la vida: Ya está, da igual que me muera mañana, este merengue ha sido mi premio al final de la vida.

Después de pasarme un rato leyendo, he visto a dos señoras que conocía del barrio, que estaban de pie buscando dónde sentarse. Y como yo estaba aburrido y a punto de terminar mi café, les he ofrecido sentarse conmigo, porque las conocía, porque trabajaron con mi madre en los hoteles, y porque me resultan dos personas familiares; dos señoras de casi setenta años, trabajadoras, madres y abuelas. Una vez sentadas, Carmen y Paqui han empezado a hablar de la gente del barrio, y específicamente de la gente que se va «al otro barrio». Me he quitado los auriculares, porque no podía dejar de prestar atención a la conversación (chismes y cotis) de las dos amigas. Paqui hablaba de una tal Pili, que murió hace unos años; y con el acento de una señora mayor andaluza que lleva viviendo toda la vida en Mallorca, Paqui nos ha contado la historia: Se ve que ella fue madre siendo mayor, y se quedó embarazada con cuarenta años, que los médicos siempre se lo desaconsejaron. Luego tuvo a dos niñas, y tiempo después, se ve que le dio algo a la cabeza, como un mareo, y se cayó por las escaleras, y luego se murió. Y, joder, no tenía ni idea de quién coño estaba hablando, pero el relato me ha parecido tan triste, que le he preguntado por las hijas. «Sí, las hijas están bien, son ya mayores y tienen sus hijos». Me podía haber quedado pegado a mi asiento, y pasarme toda la tarde escuchando historias tristes del barrio. En vez de eso, he puesto en la mesa el euro con setenta del café con leche, y me he despedido de las dos amigas. ¿Y si ese era el formato definitivo para un programa de televisión, y me lo estaba perdiendo? El otro barrio; programa sobre los que se van.
 

miércoles, 5 de febrero de 2025

Cosas que le molaban a mi padre y que yo detesto




1. Los toros. (Y con esto me refiero a eso que llaman «la fiesta de los Toros»). Todo lo que rodea a este mundillo me parece terrible; todo ese espectáculo de hacer un circo para asesinar a esos pobres animales. Y no, no toreo la carne que compro en el Mercadona.
2. Jugar a la petanca. Es el juego menos sexy de la historia, y por alguna extraña razón, tengo muchos recuerdos de niño, viendo a mi padre y a otra gente del barrio jugando a ese extraño juego de lanzar bolas metálicas. Si juegas a la petanca, inmediatamente te conviertes en una persona muy mayor y tienes que vestir ropa de anciano (gorrita incluida).
2. El cine malo del oeste que ponen en el canal facha; y me refiero a toda esa Serie B y Z de subproductos, con indios y vaqueros. Y adoro la basura, pero por lo que sea, el western cutre nunca me ha molado. Mi padre se ponía todas esas pelis de fondo y se pegaba unas siestas que podían durar días.
3. Pequeños pueblos de España, con sus plazas, sus fuentes, sus fiestas populares, su tradición religiosa y su gentes sencilla. (Y esta es otra cosa que me doy cuenta que detesto más con el tiempo. Será la edad, será que nunca me gustó viajar al pueblo de Villarodrigo, el pueblo de mi padre que está en Jaén… Sé que en algún momento debería hacer las paces con ese lugar).