Toni, 42 años, padre, señor diabético y destruido. Después de muchos meses en Madrid buscando trabajo —de lo mío, de lo otro, de otra cosa—, me apareció una notificación de JobToday. Ahora los sueños venían acompañados de notificaciones laborales. En un mensaje privado me pidieron mi número, lo di y, a los pocos minutos, me llamó un hombre con voz de jefe, con ese tonito de “qué responsable que soy”.
—¿Te puedes pasar mañana para hacer una entrevista? —me preguntó el jefe.
—Claro, ¿dónde está el sitio? Puedo ir ahora mismo si quieres —le dije con la voz de alguien desesperado que llevaba meses sin encontrar un trabajo.
—Vente mejor mañana sobre las doce.
El local: un restaurante de modernos cerca de Tirso de Molina, un sitio con buen aspecto, amplio, con su decoración para parecer un sitio caro (todo fachada), para llevar a tus citas de Tinder y aparentar tener buen gusto escogiendo restaurantes. Cuando entré por la puerta, me pareció un buen sitio para trabajar (siempre cometiendo los mismos errores). Me presenté en la cocina, apareció el jefe y me senté con él en una mesa del restaurante. Aún no eran las doce del mediodía y el primer turno empezaba a la una. El jefe no sabía nada de mí, ni yo de él, y eso siempre había sido lo más difícil de empezar en un nuevo sitio: te tienes que ganar al jefe y al equipo desde cero.
—He visto tu currículum y sé que eres ayudante de cocina, pero ahora mismo necesito un lavaplatos para cubrir una baja.
—Lo que me ofrezcas me parece bien porque ahora mismo no tengo nada y necesito trabajar —le dije con ese tono.
Luego el jefe me dijo las condiciones: el horario, el sueldo, las propinas, lo de las vacaciones y todo lo que tendría que hacer en mi puesto de trabajo. Y mientras me iba poniendo al día de todo, a mí me pareció bien porque ya conocía el tipo de trabajo que era y no creía que me fuera a asustar. La hostelería siempre es un asco: te tratan mal, está mal pagada, mentalmente te destruye, tus compañeros suelen ser una mierda de personas y es imposible que te sientas realizado profesionalmente, sin hablar de todo el dolor físico que supone estar tantas horas haciendo trabajo de carga. Y como el jefe me vio con buena actitud, no salí corriendo en ningún momento y él estaría desesperado por encontrar a alguien para cubrir esa baja, firmé mi contrato para empezar al día siguiente. Después de eso, llamé a mi padre para darle la buena noticia: su hijo divorciado, que solo le llamaba para darle malas noticias, ahora le llamaba para decirle que iba a ser el mejor lavaplatos de Madrid.
Mis primeros días en aquella cocina empezaron bien, o al menos fueron soportables. Empecé un martes en un día tranquilo y, entre semana, podía llevar bien el trabajo porque la zona se ponía a reventar los fines de semana. Mi espacio de trabajo era un pequeño cuartucho con una pequeña máquina de lavado, la típica máquina de bares que va guay para limpiar las cuatro copas, pero no para meter gran cantidad de platos sucios y cubertería a la vez, y esto es algo que ya había visto en otros restaurantes: el volumen del restaurante crece, pero el espacio para lavar cada vez se hace más pequeño. La carta crece y el volumen de trabajo crece, pero lo más importante del restaurante no se cuida, y me refiero a la higiene. Y como a los empresarios les va bien, de vez en cuando hacen alguna reforma, tiran paredes para poner más mesas y todo eso genera más platos y ollas que limpiar.
En esos primeros días pude sacar el trabajo, ya digo, fueron días relajados de poco movimiento.
—Prepárate para mañana —me advirtió uno de mis compañeros filipinos de la cocina. Se refería al primer viernes que estaría con ellos. Mi compañero me pareció un buen tipo y, en esos primeros días, conté como unos cinco filipinos, y cada día que entraba en el restaurante me presentaban a un nuevo compañero de cocina filipino. Como esperaba, ese viernes hubo mucho trabajo y el sábado fue una locura con unas doscientas reservas, más todo lo que vendría sin avisar (los restaurantes son así). El comedor era gigante y todos los clientes venían hambrientos, y en Madrid se cena muy tarde, otra cosa que nunca entendí en mis años viviendo allí: ¿por qué la gente salía a cenar a las once de la noche? Incluso teníamos mesas a reventar con clientes cenando a la una de la madrugada, pero si yo a las ocho de la tarde ya estoy pensando en meterme en la cama.
Ese primer sábado que me comió el volumen de trabajo (aquello era imposible), apareció mi jefe a mi espalda y me dijo: «Sé que son los primeros días y tendré paciencia». También me dijo que entendía que yo había empezado en el peor momento del año, cuando había más trabajo; no sé, en mis cinco años viviendo en la capital siempre me parecieron el peor momento. «Yo nunca he currado fregando, pero sé que es duro», añadió mi jefe, luego salió del cuartucho. En ese momento, esas palabras me dejaron tranquilo porque pensé que había dado con un jefe comprensivo. Y seguí trabajando como una bestia.
Los camareros descargaban sus bandejas a reventar de platos, cubiertos, cuencos, vasos y copas sucias y me lo iban pasando todo por un pequeño agujero por el que me era muy incómodo alcanzarlo todo. Y cuando el comedor se ponía a tope, todo me llegaba sucio de golpe y ese pequeño agujero (pasador) dejaba de tener sentido. Y como no daba abasto, los camareros cada vez se iban poniendo más nerviosos porque no encontraban espacio libre para aparcar sus bandejas cargadas. Y a todo eso, añádele todas las ollas y sartenes —en su mayoría quemadas— que me iban trayendo de la cocina y que tenía que dejar un rato en remojo para ablandarlas porque aquello era imposible de rascar. Cada hora que pasaba en ese sitio tenía que correr más y pensar en una estrategia para sacar todo aquello adelante. Y aquí viene otra parte superdivertida: la figura de «la chica del office», o responsable de ir secando y repasando las cosas que iban saliendo de la máquina (esta figura suele pertenecer al equipo del comedor), en el restaurante no existía, o al menos yo no la conocí en el tiempo que estuve con ellos. Así que, además de hacer todo mi trabajo de lavaplatos, también tenía que hacer el trabajo de ir sacando las cosas, secarlas y colocarlas en su sitio de la cocina y el comedor. «Genial, pues tendré que hacer el trabajo de dos personas».
En los ratos que me pasaba colocando las cosas en su sitio, la máquina se quedaba sola y los platos sucios se iban acumulando cada vez más, y todo aquello era una puta mierda y era imposible sacar el trabajo. Ese primer fin de semana, dos compañeros filipinos de la cocina se metieron en el pequeño cuartucho conmigo; en un principio pensé que entraban para ayudarme, pero lo que hicieron fue ocupar mi puesto y echarme del cuartucho (literalmente me quedé fuera mirando sin entender nada). Los filipinos se pusieron a hablar entre ellos (en su idioma, claro), y yo me quedé de pie, como un gilipollas, y no había espacio para mí porque aquel cuartucho era una caja de cerillas.
Al ver cómo curraban, mi primera sensación fue la de pensar: «Joder, qué duros son los filipinos, qué rápidos y eficaces son. No se quejan de nada. Con los años han ido tragando y han cerrado la boca, así es la explotación laboral». Pasado un rato —y con los dos filipinos ocupando mi espacio—, el jefe volvió para decirme: «Nunca había visto esto así de mal. Los filipinos siempre lo sacan». Y esa frase se me quedó grabada. «Ellos me lo sacan, los filipinos, tú no lo sacas».
En un intento de acercarse a mí, uno de mis compañeros me quiso dar una clase de cómo se fregaban correctamente los platos. Y lo que vi a continuación fue uno de los momentos más surrealistas que he presenciado dentro de una cocina: el señor filipino fue cogiendo los platos sucios —a una velocidad supersónica— y les pasaba un estropajo (con más mierda que un tubo de escape), y con una destreza como de artes marciales, fue metiendo los platos “repasados” dentro de la máquina. No llegué a saber si era cierto eso de que los filipinos «se lo sacaban» porque pasé muy poco tiempo con ellos y nunca vi a una sola persona sacando todo aquel trabajo. Lo que vi claro es que, si intentaba alcanzar la velocidad de aquellos tíos, me acabaría petando el corazón dentro de aquel cuartucho. Y lo último que quería hacer en mi vida era morirme en un restaurante en Madrid.
En los siguientes días me volvió a pasar lo mismo: me ponía a correr para intentar sacar el trabajo, me acababa hundiendo y entraba un filipino para echarme un cable. En esos primeros días nunca pregunté por el horario porque sabía que estaba metido en un restaurante; una noche salí sobre las doce de la noche y me pareció guay, y otro sábado salí casi a las tres de la madrugada, y aquello ya no me moló nada. «Ellos lo sacan».
Fui pasando los días como pude, pero en ningún momento logré hacer milagros para duplicarme y hacer el trabajo de tres personas. Nunca entendí cómo habíamos podido llegar a una situación tan esclavista en la que a los empresarios y jefes les parece normal que una persona tuviese que sacar adelante el trabajo corriendo mucho y haciendo artes marciales.
Una mañana me metí en el bus para ir a trabajar y, subiendo por la Latina, nos metimos en un atasco. Me puse muy nervioso pensando en que llegaría tarde al restaurante; le envié un mensaje a mi jefe y me dijo: «Tranquilo, no hace falta que corras porque no vas a volver a trabajar con nosotros».
domingo, 23 de marzo de 2025
Artes marciales en Tirso
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