lunes, 11 de noviembre de 2024

Algunos pensamientos tristes

  En septiembre del 2018 dejé la isla para largarme  a vivir a Madrid con una mochila llena de sueños y proyectos artísticos. En los cinco años que pasé viviendo en la ciudad trabajé de lavaplatos en un restaurante —pijo y detestable— en la zona de la Latina. Estuve unos meses trabajando de ayudante de cocina en un restaurante japonés (los japoneses son unos gilipollas y unos racistas). Luego pasé un par de días en la cocina de un bar, pero no pasé la prueba y el dueño me indicó donde estaba la puerta. Después de eso llevé la cocina de un restaurante vegano y sin gluten (sí, todo muy fuerte); y al año de estar trabajando muy a gusto, la jefa se cansó del local y lo traspasó, y de nuevo me vi en la puta calle. Mis últimas semanas en Madrid —con una crisis de pareja, otra existencial, y completamente hundido— pasé dos semanas dentro de la cocina de un restaurante de bocatas de calamares y combinados de papas con huevos fritos; en aquel sitio —del infierno— me pasé 12 horas encerrado al día. El jefe (y dueño del local) era un maldito miserable, un fascista y un explotador, como casi todos los empresarios que llevan sus negocios en Madrid, ¿no? ¿O nos vamos a asustar a estas alturas por decir las verdades?
 —¿Y las horas extras me las pagarás? —le pregunté al jefe una noche.
 —Bueno, pero para eso me tendrás que demostrar que lo vales —me contestó el jefe, en mitad del pasillo de la cocina que daba a los cuartos de baños que siempre estaban encharcados de mierda. Y esas palabras se me quedaron grabadas: «Me tendrás que demostrar que lo vales, que te las mereces, que te mereces que te pague todas las horas extras que estás trabajando para mí». ¿Pero cómo se podía ser tan hijo de perra y por qué este tipo de seres miserables viven hasta los 90 años?
 Aquellas palabras fueron la estocada para que al día siguiente le dijese al jefe que no iba no iba a seguir trabajando con ellos. Lo siento pero no puedo trabajar con cerdos. Te puedo hacer ocho horas de trabajo, incluso nueve, pero con 47 años no me veo con energías para estar aquí metido doce horas día —le dije. Por cierto, los bocatas de calamares son un asco, no saben a nada; es como meter calamares dentro de un cacho de pan y hacer como si fuese un bocata sabroso, y no lo es; es ridículo.

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