lunes, 30 de diciembre de 2024

Infierno de calamares

 El pasado 22 de agosto me sentaba con la dueña de otro restaurante para hacer otra entrevista de trabajo; la oferta la había encontrando en la aplicación de Job Today (la aplicación funciona muy bien, luego los trabajos no). Después de pasarme un año entero trabajando en la cocina de un restaurante vegano, ahora me encontraba de nuevo en la puta mierda y sin trabajo.
 Así que la dueña vio mi perfil en la aplicación y me ofreció una entrevista; me pasé un martes por la mañana y salió todo bien: restaurante situado  delante de la sede del PSOE, un sitio pequeño, una carta con pocos platos. Todo me parecía guay. Me senté con la dueña en una mesa de su terraza y hablamos un poco y le conté la experiencia que tenía de mis mil años trabajando en cocinas.
  —Me gusta todo lo que me estás contando, y ya de primeras me ha gustado tu actitud. ¿Cuándo podrías empezar?
  —No sé, ¿mañana? —le dije a la jefa.
 Luego ella me contó que los miércoles eran muy flojos y que estaría bien hacer una prueba para el siguiente jueves. Y así fue como quedamos.
Me despedí de la jefa y salí del restaurante y volví andando por aquella zona hasta llegar a Argüelles, para luego seguir hasta la Plaza de España. Fui caminando hasta Callao porque quería tomar café y aprovechar la tarde. Salí de aquella reunión casi contento, porque pensaba que volvía a tener trabajo; contento porque tendría trabajo, pero estaría de nuevo amargado porque iba a ser otro trabajo dentro de una cocina.
 Al día siguiente me lo tomé como día libre y ese día lo aproveché para grabar unos vídeos, escribir y seguir preparando nuevos proyectos… Cinco años viviendo en Madrid a tope.  
 Quedé con la jefa en que no veríamos en el restaurante ese jueves a las doce y media para hacer mi prueba. Esa mañana cogí mi bolsa y metí cuatro cosas: agua, mi bolsa de chuches, ropa limpia para cambiarme, mi libro para el trayecto en Metro y mis auriculares inalámbricos; mi bolsa de Dora la exploradora.
 Antes de las doce de la mañana llegaba hasta la zona de Argüelles y salía del metro y me encontraba de nuevo en esa zona, que es terrible, con su Corte Inglés y sus calles gigantes y vacías; otro barrio rico y con todo el mundo de vacaciones en sus putos barcos. Mientras hacía el recorrido, bajando la calle, pensaba en que sí esa iba a ser mi nueva zona de trabajo, lo iba a tener bien jodido en las horas muertas entre turnos. ¿Dónde se mete uno en ese barrio? No hay nada, no hay bares normales ni cafeterías de barrio donde uno se pueda meter a descansar unas horas (y estos son mis miedos desde que trabajo en esta ciudad).
 Antes de las doce entraba por la puerta del restaurante y saludé a la jefa que se encontraba detrás de la barra. «Siento ser tan puntual», le dije. Ella me saludó cariñosamente y luego me dijo donde podía dejar mis cosas; bajé al baño y luego me metí en la cocina acompañado de un chaval joven ,que era el jefe de cocina.
 El extractor de la cocina no funcionaba y tampoco había ningún medio de ventilación. Desde los primeros minutos allí metido se me hizo insoportable: unos cuarenta grados y un espacio minúsculo para trabajar en el que apenas cabían dos personas (¿Qué cojones estoy haciendo aquí? ) Fui pasando las horas cómo pude, entrando y saliendo de la cocina a ratos; salí a la calle para respirar y bebí un montón de litros de agua («¡esto es insoportable!»). En las horas que pasé en aquella cocina, estuve limpiando el suelo. El jefe arrancó una capa de plástico que cubría el suelo (de los antiguos propietarios, a saber qué coño había ahí antes). Y debajo de la goma asquerosa, se encontraba un suelo de terraza lleno de grasa, cucarachas y una especie de pegamento pegado y podrido. Con una espátula y mucha lejía, me tiré al suelo y me puse a rascar para intentar sacar los más gordo y dejar el suelo más o menos decente.
 Al rato de estar allí metido, la jefa recibió una llamada y le dieron la mala noticia de que su padre acababa de fallecer. (Mi padre había muerto en julio y me vino todo de golpe). La jefa arrancó a llorar desesperada; gestionar una noticia así siempre es una puta mierda. Yo dejé lo que estaba haciendo y me quedé parado en la cocina, sin saber muy bien qué hacer. David (el jefe) se fue con ella; luego yo salí de la cocina para beber agua con hielo.
 La jefa me dijo que se iba a marchar unos días y que tenía que coger un vuelo para Caracas y que me pagaría las horas y todo el fin de semana que me quedase con ellos trabajando. Después de eso seguí rascando el suelo asqueroso.
 Sobre las tres de la tarde entró una pareja de clientes. En la cocina faltaba lechuga y salí al supermercado. Hacía un calor terrible en esas calles sin sombras. Mientras caminaba hacia el super me puse a pensar en que estaba siendo una mañana muy extraña. (Maldito agosto, maldito verano y maldita ciudad).
 Después de la compra en un pequeño super de barrio (a unas pocas manzanas del restaurante) volví con un par de brotes de lechuga y un sandwich para mí; el sandwich iba a ser mi comida de ese día. Cuando regresé al restaurante le entregué la lechuga al jefe y le di las vueltas a la camarera. Cuando se hicieron las cuatro le dije al jefe que me tenía que ir porque tenía otro compromiso. La noche anterior le había dicho al dueño de otro restaurante que estaba disponible para hacer una prueba en su restaurante: estaba buscando un ayudante de cocina para llevar la plancha y las freidoras. Esa oferta me pareció mejor que estar tirado por un suelo lleno de grasa y cucarachas muertas pegadas en un extraño pegamento podrido.
 Me despedí y salí del restaurante deseando no tener que volver a pisar más ese sitio. Mientras subía la cuesta para dirigirme al centro le envié un mensaje al jefe del otro restaurante para decirle que estaba de camino. Seguía haciendo un calor de muerte y el fluflu (bote de plástico con agua comprado en el chino) me salvó la vida. Caminé hasta el Metro, y de allí hasta Sol, y en esos pocos minutos aproveché para escuchar un poco de música y recomponerme. Mi visión desde fuera parecía la de alguien con muchas ganas de trabajar y que, de repente, tenía un montón de ofertas y posibilidades (nada más lejos de la realidad).
 Antes de las cinco de la tarde cruzada la plaza Mayor (que estaba a reventar de guiris buscando no sé qué) y llegaba hasta el local de los calamares fritos, que era restaurante céntrico de esos que trabajan con extranjeros y les meten en la boca cientos de calamares para que estén contentos y se lleven de España una buena imagen (en Madrid solo se comen calamares).
 El restaurante tenía una amplia terraza que daba a una plaza que tenía más bares y restaurantes (a mí todos me parecían el mismo local). En una mesa de la terraza vi a un tipo sentado que parecía el jefe; estaba acompañado de un par de tipos y todos  tomaban Gin tonic (eso que se hace en las terrazas). Me acerqué hasta su mesa, le saludé y le dije que venía por la entrevista de trabajo. El jefe me hizo sentar en otra mesa para esperar a que él terminara su Gin tonic acompañado de sus amigotes. Yo me tomé un café con hielo mientras me sentía la persona más gilipollas de Madrid en ese momento.
 Mientras esperaba sentado en aquella mesa, el fluflu me volvió a salvar la vida.
 Pasado un rato el jefe se despidió de sus colegas y se sentó conmigo y hablamos de todo: me habló de lo justo que era con sus trabajadores, y también que era buen pagador. También me habló del otro negocio que había tenido su padre (ya fallecido), y entendí que todo aquello de los calamares venía heredado, como la familia esa millonaria de los opioides, pero con calamares.
 Yo le conté mis movidas y que esa misma mañana había tenido otra prueba en otro sitio, pero que no había salido contento y que mi intención era no volver. Le dije que tenía mil años de experiencia en hoteles de Mallorca, y le conté lo del anterior curro en el otro restaurante, y todo lo que salió por mi boca parecían las palabras de un hombre experimentado que había pasado toda su vida entre fogones. «¿Podrías quedarte para hacer una prueba ahora a la seis? Esperamos a que venga el jefe de cocina y ya te metes con él».
 La verdad es que no tenía ninguna puta gana de meterme en otra cocina, pero hasta ese momento mi ambicioso proyecto de ser rico y famoso en Madrid había fracasado. Así que no pude decirle que no al jefe, porque yo ese día estaba dispuesto a encontrar un buen trabajo (aunque fuese en una puta cocina).
 Sobre las seis de la tarde apareció el jefe de cocina. Y mientras el dueño —desde su móvil— me daba de alta en la gestoría, yo hablé un rato con el jefe de cocina para conocernos y romper el hielo. El jefe se llamaba Nacho y la verdad es que se parecía bastante a mí: un tipo delgado un poco mayor que yo, calvo, con un pequeño bigote y con gorra. Luego me preguntó si tenía zapatos de cocina y le dije que llevaba puestas mis Vans; se rio y le pareció bien.
 Después de darme de alta, me metí con el jefe de cocina en el restaurante y le seguí hasta un pequeño almacén (que parecía un cubo de grasa) que servía de cambiador para el personal; pero aquello no eran unas taquillas ni era un cambiador; era un mini espacio donde estaba la máquina de hielo, las cajas de botellas y unas estanterías para los refrescos y las botellas de agua; también había un pequeño cuarto de baño que tenía pinta de no haberse limpiado nunca, con cubos de fregona dentro, todo sucio y con papel tirado por el suelo (y este iba a ser el espacio del personal para cambiarse). Al ver que había ropa mal tendida encima de una improvista barra encima la máquina de hielo, pensé que mis cosas estarían mejor guardadas dentro de mi bolsa. Como no tenía que cambiarme, lo único que hice fue quitarme la gorra e ir al servicio. Luego fui hasta la cocina.
 La cocina era una pequeña olla a presión, un lugar pequeñísimo con apenas espacio para tres personas para trabajar y manipular la comida. Donde trabajaba el jefe había un poco de espacio para tener una tabla para cortar y poco más. Todo lo demás había que improvisarlo sobre la marcha.  Una plancha —de toda la vida— y cuatro freidoras se mantenían encendidas todo el día. Nunca había trabajado en un sitio así. Había estado en sitios similares, pero no como este. Y no pasaba nada, ni estaba asustado porque ya había estado en muchas cocinas y al final todas eran iguales.
 La cocina tenía una pequeña pasa (agujero en la pared) por la que pasaban todos los platos y que daba a la barra de los camareros (como en todas las cocinas de los bares que has visto en las pelis). Desde el primer minuto que pisé aquella cocina ya no pude parar ni para respirar; todo era a toda a prisa, demasiadas comandas, cientos de bocatas de calamares (todo el tiempo), patatas fritas y huevos fritos, y cuando no teníamos  comandas, seguíamos pelando patatas. En nada pasaron las horas y me vi allí metido a las diez de la noche y no había parado ni un solo segundo para ir al baño. El jefe de cocina (que era muy simpático; al principio todos lo son) me dijo que podía comer lo que quisiera: «Para comer, si quieres, te puedes hacer una hamburguesa, o un bocadillo. Claramente un entrecot no». Y me hizo mucha gracia esa separación entre ricos y pobres con lo de «un entrecot no». Te podrás comer cualquier cosa, pero quiero que sepas que tú siempre serás un puto trabajador de mierda y los entrecots se los come el dueño y los clientes.  
 Después de casi dos semanas haciendo turnos de doce horas con una hora de descanso para comer, le pregunté al dueño del restaurante si me iba a pagar todas las horas extras que estaba haciendo. «Hombre, eso primero me tendrás que demostrar que lo vales». En ese momento no entendí nada. ¿Qué cojones tenía qué demostrar después de pasarme todo el maldito día encerrado en su cocina trabajando como un perro?
 Después de su frase de mierda, le dije que lo dejaba. (Maldito explotador franquista hijo de puta).
 «No pasa nada. Mañana tengo a otro en la puerta que quiera tu puesto».

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