La casa es un asco. Es un pequeño piso, un zulo, un piso que estaría bien como pisito de verano, para pasar unas semanas, unos días, y luego volver a un sitio mejor. Si es que hay un sitio mejor.
Lo mejor de la casa es cuando estás fuera de ella. La llamaré casa, por decir algo. Todo en ella es triste y oscuridad; es una primera planta pero parece que esté en un sótano. Es de esos agujeros que están entre corralones de otros pisos viejos. La luz es imposible que se cuele en este pequeño agujero. Las paredes son de papel y puedes oír respirar a los vecinos, oír sus pedos, como abren y cierran la puerta del microondas. Uno de los vecinos, cuando bosteza hace un extraño sonido en dos tiempos, como si quisiera decir algo, algo que no controla y se convierte en algo muy ridículo e incómodo de oír. Tengo la sensación de que ese vecino siempre está metido en su casa, y es el mismo que pone la lavadora de madrugada. Todo el tiempo escucho todas las televisiones y músicas de los vecinos. En la casa todas las puertas son viejas y muchas de ellas apenas cierran del todo; son frágiles y deben de tener cientos de años. El suelo es de esos que no apetece pisar, con sus baldosas grandes y viejas, imposibles de fregar; de esos suelos gruesos en lo que se queda pegada la grasa y tu puto alma. Por mucho que friegue, el suelo siegue estando sucio.
La carretera pasa por delante de nuestra puerta y el ruido continuo de los coches, es otro de los molestos ruidos que hay que soportar durante todo el día. Como las paredes son de papel, puedo escuchar las conversaciones de mierda de la pareja que vive a mi lado, siempre hablan de cosas vacías, como si llevases 20 años juntos y hace tiempo que pusieron el piloto automático para hablar entre ellos.
Pues claro que la cocina es otro horror, como todo en esta casa: los hornillos apenas van bien y son como venas atrofiadas a punto de explotar. Es la típica cocina que sale en las noticias a las nueve de la noche con el típico caso de bombona que explota y mata a toda la familia y parte del vecindario. El agua que sale del grifo de la cocina parece que venga de otro tiempo; es un agua sucia, gruesa y difícil de secar de las manos. Aunque no la mezcle con nada, es una sensación. Cuando friego los platos siempre tengo la sensación de no limpiarlos bien del todo, es imposible. La lavadora no funciona y no sé cuánto tiempo tiempo lleva así; hoy he lavado mis ropa interior y algunas camisetas a mano, con detergente y frotándola con un cepillo. Espero que se seque en algún momento. ¿Y por qué escribo todo esto?, pues para no volverme loco, supongo, o completamente majareta. Son días que duelen y son días extremos, ya digo; todo esto es un intento de poner orden en mi cabeza. ¿Ya digo?
El cuarto de baño es una pequeña sala de torturas con una ducha que tiene: o agua caliente hirviendo, o agua fría, no hay termino medio para ducharse a gusto. También está repleto de moscas y mosquitos, aunque lo friegue veinte veces al día; deben de oler la mierda y la tristeza, deben de oler la puta desesperación. «Qué pena ser tan pobre» me repito todo el tiempo desde que estoy por aquí estos días. Y quiero tener en la cabeza que estaré aquí sólo unos días; prefiero estar engañado pensando que es una temporada mala más, otra de mi crisis, algo pasajero y que luego todo volverá a ser guay en mi vida.
Son días extremos y son casi las siete de la tarde en este dilatado domingo.
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