Toni, 42 años, padre, señor diabético y destruido. Después de muchos meses en Madrid buscando trabajo —de lo mío, de lo otro, de otra cosa—, me apareció una notificación de JobToday. Ahora los sueños venían acompañados de notificaciones laborales. En un mensaje privado me pidieron mi número, lo di y, a los pocos minutos, me llamó un hombre con voz de jefe, con ese tonito de “qué responsable que soy”.
—¿Te puedes pasar mañana para hacer una entrevista? —me preguntó el jefe.
—Claro, ¿dónde está el sitio? Puedo ir ahora mismo si quieres —le dije con la voz de alguien desesperado que llevaba meses sin encontrar un trabajo.
—Vente mejor mañana sobre las doce.
El local: un restaurante de modernos cerca de Tirso de Molina, un sitio con buen aspecto, amplio, con su decoración para parecer un sitio caro (todo fachada), para llevar a tus citas de Tinder y aparentar tener buen gusto escogiendo restaurantes. Cuando entré por la puerta, me pareció un buen sitio para trabajar (siempre cometiendo los mismos errores). Me presenté en la cocina, apareció el jefe y me senté con él en una mesa del restaurante. Aún no eran las doce del mediodía y el primer turno empezaba a la una. El jefe no sabía nada de mí, ni yo de él, y eso siempre había sido lo más difícil de empezar en un nuevo sitio: te tienes que ganar al jefe y al equipo desde cero.
—He visto tu currículum y sé que eres ayudante de cocina, pero ahora mismo necesito un lavaplatos para cubrir una baja.
—Lo que me ofrezcas me parece bien porque ahora mismo no tengo nada y necesito trabajar —le dije con ese tono.
Luego el jefe me dijo las condiciones: el horario, el sueldo, las propinas, lo de las vacaciones y todo lo que tendría que hacer en mi puesto de trabajo. Y mientras me iba poniendo al día de todo, a mí me pareció bien porque ya conocía el tipo de trabajo que era y no creía que me fuera a asustar. La hostelería siempre es un asco: te tratan mal, está mal pagada, mentalmente te destruye, tus compañeros suelen ser una mierda de personas y es imposible que te sientas realizado profesionalmente, sin hablar de todo el dolor físico que supone estar tantas horas haciendo trabajo de carga. Y como el jefe me vio con buena actitud, no salí corriendo en ningún momento y él estaría desesperado por encontrar a alguien para cubrir esa baja, firmé mi contrato para empezar al día siguiente. Después de eso, llamé a mi padre para darle la buena noticia: su hijo divorciado, que solo le llamaba para darle malas noticias, ahora le llamaba para decirle que iba a ser el mejor lavaplatos de Madrid.
Mis primeros días en aquella cocina empezaron bien, o al menos fueron soportables. Empecé un martes en un día tranquilo y, entre semana, podía llevar bien el trabajo porque la zona se ponía a reventar los fines de semana. Mi espacio de trabajo era un pequeño cuartucho con una pequeña máquina de lavado, la típica máquina de bares que va guay para limpiar las cuatro copas, pero no para meter gran cantidad de platos sucios y cubertería a la vez, y esto es algo que ya había visto en otros restaurantes: el volumen del restaurante crece, pero el espacio para lavar cada vez se hace más pequeño. La carta crece y el volumen de trabajo crece, pero lo más importante del restaurante no se cuida, y me refiero a la higiene. Y como a los empresarios les va bien, de vez en cuando hacen alguna reforma, tiran paredes para poner más mesas y todo eso genera más platos y ollas que limpiar.
En esos primeros días pude sacar el trabajo, ya digo, fueron días relajados de poco movimiento.
—Prepárate para mañana —me advirtió uno de mis compañeros filipinos de la cocina. Se refería al primer viernes que estaría con ellos. Mi compañero me pareció un buen tipo y, en esos primeros días, conté como unos cinco filipinos, y cada día que entraba en el restaurante me presentaban a un nuevo compañero de cocina filipino. Como esperaba, ese viernes hubo mucho trabajo y el sábado fue una locura con unas doscientas reservas, más todo lo que vendría sin avisar (los restaurantes son así). El comedor era gigante y todos los clientes venían hambrientos, y en Madrid se cena muy tarde, otra cosa que nunca entendí en mis años viviendo allí: ¿por qué la gente salía a cenar a las once de la noche? Incluso teníamos mesas a reventar con clientes cenando a la una de la madrugada, pero si yo a las ocho de la tarde ya estoy pensando en meterme en la cama.
Ese primer sábado que me comió el volumen de trabajo (aquello era imposible), apareció mi jefe a mi espalda y me dijo: «Sé que son los primeros días y tendré paciencia». También me dijo que entendía que yo había empezado en el peor momento del año, cuando había más trabajo; no sé, en mis cinco años viviendo en la capital siempre me parecieron el peor momento. «Yo nunca he currado fregando, pero sé que es duro», añadió mi jefe, luego salió del cuartucho. En ese momento, esas palabras me dejaron tranquilo porque pensé que había dado con un jefe comprensivo. Y seguí trabajando como una bestia.
Los camareros descargaban sus bandejas a reventar de platos, cubiertos, cuencos, vasos y copas sucias y me lo iban pasando todo por un pequeño agujero por el que me era muy incómodo alcanzarlo todo. Y cuando el comedor se ponía a tope, todo me llegaba sucio de golpe y ese pequeño agujero (pasador) dejaba de tener sentido. Y como no daba abasto, los camareros cada vez se iban poniendo más nerviosos porque no encontraban espacio libre para aparcar sus bandejas cargadas. Y a todo eso, añádele todas las ollas y sartenes —en su mayoría quemadas— que me iban trayendo de la cocina y que tenía que dejar un rato en remojo para ablandarlas porque aquello era imposible de rascar. Cada hora que pasaba en ese sitio tenía que correr más y pensar en una estrategia para sacar todo aquello adelante. Y aquí viene otra parte superdivertida: la figura de «la chica del office», o responsable de ir secando y repasando las cosas que iban saliendo de la máquina (esta figura suele pertenecer al equipo del comedor), en el restaurante no existía, o al menos yo no la conocí en el tiempo que estuve con ellos. Así que, además de hacer todo mi trabajo de lavaplatos, también tenía que hacer el trabajo de ir sacando las cosas, secarlas y colocarlas en su sitio de la cocina y el comedor. «Genial, pues tendré que hacer el trabajo de dos personas».
En los ratos que me pasaba colocando las cosas en su sitio, la máquina se quedaba sola y los platos sucios se iban acumulando cada vez más, y todo aquello era una puta mierda y era imposible sacar el trabajo. Ese primer fin de semana, dos compañeros filipinos de la cocina se metieron en el pequeño cuartucho conmigo; en un principio pensé que entraban para ayudarme, pero lo que hicieron fue ocupar mi puesto y echarme del cuartucho (literalmente me quedé fuera mirando sin entender nada). Los filipinos se pusieron a hablar entre ellos (en su idioma, claro), y yo me quedé de pie, como un gilipollas, y no había espacio para mí porque aquel cuartucho era una caja de cerillas.
Al ver cómo curraban, mi primera sensación fue la de pensar: «Joder, qué duros son los filipinos, qué rápidos y eficaces son. No se quejan de nada. Con los años han ido tragando y han cerrado la boca, así es la explotación laboral». Pasado un rato —y con los dos filipinos ocupando mi espacio—, el jefe volvió para decirme: «Nunca había visto esto así de mal. Los filipinos siempre lo sacan». Y esa frase se me quedó grabada. «Ellos me lo sacan, los filipinos, tú no lo sacas».
En un intento de acercarse a mí, uno de mis compañeros me quiso dar una clase de cómo se fregaban correctamente los platos. Y lo que vi a continuación fue uno de los momentos más surrealistas que he presenciado dentro de una cocina: el señor filipino fue cogiendo los platos sucios —a una velocidad supersónica— y les pasaba un estropajo (con más mierda que un tubo de escape), y con una destreza como de artes marciales, fue metiendo los platos “repasados” dentro de la máquina. No llegué a saber si era cierto eso de que los filipinos «se lo sacaban» porque pasé muy poco tiempo con ellos y nunca vi a una sola persona sacando todo aquel trabajo. Lo que vi claro es que, si intentaba alcanzar la velocidad de aquellos tíos, me acabaría petando el corazón dentro de aquel cuartucho. Y lo último que quería hacer en mi vida era morirme en un restaurante en Madrid.
En los siguientes días me volvió a pasar lo mismo: me ponía a correr para intentar sacar el trabajo, me acababa hundiendo y entraba un filipino para echarme un cable. En esos primeros días nunca pregunté por el horario porque sabía que estaba metido en un restaurante; una noche salí sobre las doce de la noche y me pareció guay, y otro sábado salí casi a las tres de la madrugada, y aquello ya no me moló nada. «Ellos lo sacan».
Fui pasando los días como pude, pero en ningún momento logré hacer milagros para duplicarme y hacer el trabajo de tres personas. Nunca entendí cómo habíamos podido llegar a una situación tan esclavista en la que a los empresarios y jefes les parece normal que una persona tuviese que sacar adelante el trabajo corriendo mucho y haciendo artes marciales.
Una mañana me metí en el bus para ir a trabajar y, subiendo por la Latina, nos metimos en un atasco. Me puse muy nervioso pensando en que llegaría tarde al restaurante; le envié un mensaje a mi jefe y me dijo: «Tranquilo, no hace falta que corras porque no vas a volver a trabajar con nosotros».
domingo, 23 de marzo de 2025
Artes marciales en Tirso
viernes, 21 de marzo de 2025
DIARIO PARA UN FIN DEL MUNDO
Me pongo a escribir con la sensación de estar recibiendo demasiada información. Intento hacer un repaso de todos los acontecimientos: demasiadas sensaciones de golpe, demasiado de todo —como una hostia en toda la cara que nadie esperaba—. Noticias que se actualizan cada cinco minutos, las redes sociales más activas que nunca y un millón de mensajes, vídeos y memes que nos llegan por el móvil. Así es imposible desconectar y pensar en otra cosa.
Fue por enero. Por navidades me puse enfermo y pillé una gripe. Un sábado salí del curro del restaurante japonés para ir a actuar, y esa noche, al volver a casa, cogí frío, o yo qué sé. Al día siguiente volví al trabajo del restaurante, y en el turno de la noche empecé a sentirme tan mal que pensé que me iba a morir. El jefe me vio tan mal que me envió a casa, y me fui directamente a la cama. «Joder, soy un señor de 44 años, soy diabético, espero no vomitar porque ahí sí que me moriré», pensé mientras me tapaba con la manta. Creo que nunca había pasado una gripe tan mala en mi vida, con la fiebre tan alta… Mi novia también se puso mala; nos lo pegamos. Fueron días de cama y de no poder moverme. Recuerdo que me pasé toda una mañana boca arriba, no me podía ni levantar para ir al baño. La Nochevieja la pasamos en la cama; vimos las campanadas en la tablet, con fiebre y los dos hechos una mierda. Después de aquella gripe intenté retomar el trabajo en la cocina, y me seguía sintiendo débil. Dos semanas más tarde me encontraba recuperado y con energías, y mi contrato en el restaurante iba a finalizar; o renovaba o me echaban a la calle. Al final me dejaron en la puta calle (otra vez). Y volví a casa, a mi ansiedad y mi depresión. Madrid solo me había dado disgustos laborales desde que me instalé en la ciudad por el 2018. En mi vida de nuevo como parado, aproveché para pegar un salto a la isla para ver a mi hija e intentar arreglar mis asuntos de paro, por si tenía derecho a alguna prestación. Una mañana me senté en un despacho delante de la mesa de una señora de las oficinas del paro, y me dijo que yo tenía derecho a cobrar doscientos euros, pero que, si los pedía, perdería todo lo que había acumulado del paro.
—Ahora entiendo por qué se queda tanta gente en la calle —le dije a la mujer del paro mientras tenía sus ojos pegados a la pantalla del ordenador.
Salí de esa oficina sin nada y sin futuro laboral. Luego me metí en el bus y, de nuevo, me fui al aeropuerto para volver a Madrid, y me volví a encerrar en casa y en mí mismo. Esas cosas que hacemos los parados de larga duración. Lo de ser artista no me estaba funcionando desde hacía ya bastante tiempo.
Fueron pasando las semanas, y de nuevo seguí recibiendo esa frase que escuché tantas veces en mis días en Madrid: «Si me entero de algo, te digo» y: «Seguro que esto es pasajero, una mala racha, Toni».
Volví a actuar todos los jueves en el Estupenda (el bar de mi amiga Silvia), y con eso fui tirando para hacer mis compras semanales de comida, pero para poco más. Luego me cortaron la línea del móvil porque dejé de pagarlo. Lo sé, de vergüenza ajena todo. Fue por enero cuando empezamos a oír cosas sobre un virus llamado coronavirus. «Joder, los putos chinos, qué locos que están». Lo primero que vi sobre el tema fue en Twitter, con un meme de la Casa Real. Después vimos en las noticias que los chinos estaban construyendo —a toda prisa— un hospital gigante (eso lo habíamos visto en las pelis, ¿pero qué estaba pasando aquí?). «No pasa nada, son chinos, no pilla muy lejos», pensé en ese momento.
En febrero cancelaron el Mobile World Congress, que nadie sabía qué era aquello, y luego nos enteramos de que era un evento muy tocho. «Tiene que ser muy gordo la que se está liando para que se cancele un congreso que genera tanta riqueza». Y pasaron los días: yo seguí en casa, encerrado, y todos los jueves seguí saliendo de casa para ir a actuar, y me metía en el metro e hacía vida normal. El último show fue el jueves cinco de marzo. Ese día, en el metro, vi a dos personas con sus mascarillas puestas: un señor (no sé de qué edad) y, luego, otro señor mayor que no sabía muy bien cómo llevar la mascarilla, y se le empañaban las gafas y casi se cae por las escaleras mecánicas.
Al día siguiente, el viernes 6, celebramos el cumple de mi chica en el bar donde actuaba; vinieron los amigos, bebimos hasta morir, salimos de fiesta, nos abrazamos, hicimos el idiota; las cosas normales que se hacen en un cumpleaños con drogas. Recuerdo también que, un mes antes de eso, por Twitter apareció un vídeo de un cirujano llamado Pedro Cavadas en el que hablaba del virus en plan «no nos están contando la verdad», y en ese momento nos pareció el típico vídeo viral para generar miedo. Internet es eso: miedo, alarma, Tercera Guerra Mundial y fin del mundo todo el tiempo. Y seguimos con nuestras vidas.
Luego murió el doctor que trató de alertar sobre el brote —«madre mía, qué película más increíble va a salir de todo esto»—, pensamos todos los frikis de la ciencia ficción y del terror. Y en esos días muchos volvimos a ver la peli Contagio de Steven Soderbergh, y todo lo de la pandemia ya se contaba en esa peli, y nos puso los pelos de punta.
Después de las noticias de China, el virus finalmente pegó el salto a Europa, y ahí la cosa ya cambió para todos. Primero fue Italia y, luego, nuestro país; primeros casos de personas infectadas por el virus. Voy a tirar de memoria para intentar completar el puzle: lo primero que me viene a la cabeza es la noticia de los alemanes confinados en un hotel en Tenerife. Después de eso vimos algo en Valencia y, luego, Mallorca. Y cuando nuestros políticos ya no podían contarnos más mentiras, de repente, en la tele apareció un tipo llamado Fernando Simón para dar una rueda de prensa, y aquel tipo se nos presentó como el médico experto en pandemias, y tenía aspecto de no haber dormido en años. Hablaba con un fino tono de voz rota y tenía el pelo blanco como un científico loco. A partir de esa primera aparición, Fernando Simón nos fue poniendo al día (cada día había una rueda de prensa) para explicarnos qué estaba pasando en nuestro país y en el mundo. En esas primeras apariciones en los medios, el experto en pandemias nos dijo: «Por ahora no hay que tener miedo, estamos bien, estamos investigando los casos, y no hay razón para que cunda el pánico». Pasaban los días, y siguieron las ruedas de prensa, y nos siguieron diciendo lo mismo: «Son casos aislados, podemos seguir haciendo vida normal, la gripe común mata a más gente, fumar es malo, la música tecno te lleva directamente al infierno, todo va guay, en serio».
El pasado domingo 8 fue el Día de la Mujer, y hubo marchas por toda España con millones de personas en las calles. «Si mi hijo me pregunta si puede ir a la manifestación del 8-M, le diré que haga lo que quiera». El lunes 9 salí de casa por la tarde para hacer una compra de cuatro cosas para comer, lo normal. Y al entrar en el súper me pareció muy raro ver a la gente llenando sus carros hasta los topes. Al volver a casa con la compra, encendí la tele, y dieron la noticia: Madrid decretaba el cierre de colegios y universidades en toda la comunidad. Recibí aquella noticia como el inicio oficial del apocalipsis, porque aquello ya no era China, Alemania o los cuatro guiris confinados en una habitación de hotel; aquello estaba pasando a la vuelta de la esquina, y lo acababa de presenciar en el Mercadona.
En una llamada con mi exmujer, me puse en plan alarmista y señor mayor que se asusta con las noticias de la tele. Pero también soy padre, y quería saber cómo estaban las cosas por la isla y si se iban a cerrar los colegios. «Pues, por el momento, aquí no se sabe nada», me dijo mi exmujer.
El martes 10, Ortega Smith —uno de esos personajes indeseables de VOX—dio positivo en coronavirus, y aparecieron unas imágenes de él moqueando con su pañuelo en un —también indeseable— congreso de VOX. Luego, en un vídeo, salió el presidente de esa formación echándole la culpa al Gobierno. Días más tarde, vimos otro vídeo de Smith, esta vez desde su casa, haciendo ejercicio, cocinando y en su escritorio haciendo como que trabajaba. La tarde del martes salí al Mercadona para hacer una compra normal, lo de siempre: cuatro cosas para comer dos personas, y esta vez fue mi primera compra en el inicio del fin del mundo, y me sentí como Matt Damon en aquella película: la gente corría por los pasillos con los carros arrasando con todo. Esa tarde ya no pude comprar ni leche ni carne, y pensé que la gente era imbécil. Al final compré un par de bolsas de patatas fritas y un refresco, y esas fueron mis previsiones para el fin del mundo. En las horas siguientes, en las aplicaciones de trabajo, todo eran anuncios de gente que se ofrecía para trabajar como cuidadores de niños (de repente vivíamos en un país lleno de maestros titulados para cuidar nenes). ¿Qué estaba pasando aquí? Por la noche, mi amiga del bar me envió un mensaje:
—¿Vas a actuar mañana?
—Pues claro.
—Te lo digo porque me están cancelando todos los shows, y no sé qué voy a hacer, llevo todo el día sin clientes.
Ese jueves, finalmente, se declaró de forma oficial la pandemia mundial, y tuvimos que cancelar el show y todos los planes. Durante el día fuimos cayendo todos: espectáculos cancelados, cierre de salas, rodajes cancelados, cancelado, cancelado. Si no tenías algo que cancelar, no eras nadie. El viernes 13, a las tres y media de la tarde, el Presidente del Gobierno declaró el estado de alarma. Y después de eso, todos volvimos a bajar al Mercadona, y esa vez el papel de váter había volado, porque otra cosa no, pero en el fin del mundo había que tener el culito bien limpio.
En esos días también murió el actor Max von Sydow, pero, como fue por viejo y no por el virus, no fue noticia. También nos enteramos de que Tom Hanks y su esposa se habían contagiado. Joder, si hasta los famosos lo estaban pillando. En aquellos días, encender la tele para poner las noticias se convirtió en un ejercicio de resistencia mental, y seguir hablando del fútbol seguía siendo prioridad: ¿qué iba a pasar con la liga? Vimos un estadio de fútbol con sus seguidores en la puerta, muy indignados, gritando: «¡No nos pueden dejar sin nuestro fútbol!». A este país le quitas el fútbol, la Semana Santa, las concentraciones fascistas y las Fallas, y se te queda en nada.
El sábado 14, el país se puso en cuarentena aplicando todas las medidas del estado de alarma. Sí, yo también fui a la Wikipedia. Y a partir de ahí, el tono ya fue otro, y nos empezamos a enviar mensajes: «¿Cómo lo ves? Qué raro todo, ¿no? ¿Estáis bien por ahí? Dicen que lo van a cerrar todo: tiendas, bares, nos vamos al quiebro».
«No se va a cerrar Madrid» fue otra de las frases más escuchadas en esos días en las noticias. Y luego se inventaron lo del teletrabajo, y el Gobierno animó a todo el mundo a teletrabajar, y nadie entendía muy bien qué querían decir con eso, porque muchos nos quedamos sin trabajo.
Así que los que pudieron se pusieron a teletrabajar desde casa en pijama, con su Mac portátil de última generación y su café recién hecho en su cafetera de máquina de esas caras. En esos días, el móvil también se convirtió en una ametralladora; en la vida me habían llegado tantos vídeos de la comunidad gitana a mis grupos de WhatsApp. Con la cuarentena obligada, de repente, todo un país se vio encerrado en casa. En las horas siguientes apareció el hashtag #QuédateEnCasa, y los famosos millonarios, desde sus mansiones, nos animaban a quedarnos en casa. La verdad es que la vida es mejor cuando tienes una piscina interior y un salón más grande que un campo de fútbol. Cuando arrancó la pandemia, mi pareja y yo ya llevábamos doce días metidos en casa, yo desde enero, sin trabajo y sin ingresos. Mi novia tenía que empezar en un nuevo trabajo, y no fue posible, así que empezamos a improvisar para ir viviendo al día. No había un manual en ninguna parte para saber cómo se hacía todo aquello.
En aquellos días, volver a hacer la compra se convirtió en mis pequeños momentos de paz y relajación; de repente, todo el mundo aguardaba en silencio haciendo cola para entrar en el supermercado, y la gente ya no pudo hacer más el imbécil, porque se estableció un orden de racionamiento: ya no te podías llevar a casa todo el papel de váter y toda la carne que pillaras. Fueron pasando las semanas, y todo siguió siendo raro, porque para todos fue como una especie de experimento, y lo que habíamos visto en la ciencia ficción, de repente, traspasó la pantalla. A las tres de la tarde, Pedro Sánchez volvió a aparecer en las noticias, y al día siguiente hubo otro directo, esta vez desde el Congreso. Tuve la sensación de que nunca antes nos habíamos comunicado tanto; ya sea haciendo directos, videollamadas o enviándonos mensajes a todas horas.
Cuando me fui al quiebro económicamente, me fue imposible pagar el alquiler del piso, ¿y el mes que viene qué?, me pregunté, como tanta gente, pero nadie daba respuesta a eso. «En el futuro hablaremos de este tiempo raro», pensamos en esos días. Después de todo lo sucedido, ¿habrá realmente un ajuste social y político?
sábado, 8 de marzo de 2025
La Crawford de Usera
La gente guapa no va en Metro, de verdad: no hay modelos de pasarela de la alta costura en los vagones. Ninguna modelo se ha sentado jamás delante de mí a las ocho de la mañana, con la cara destruida, descompuesta, recién levantada y sin maquillar. Ninguna modelo profesional vive en un barrio pobre y coge el metro para ir hasta el centro a hacer sus sesiones de fotos. No te imaginas a Cindy Crawford yendo en Metro, ¿verdad? Lo más seguro es que no sepas ni quién es esa tal Crawford, porque ya es una señora de 56 años, y las mujeres con esa edad ya no existen ni salen en las portadas de las revistas. No te imaginas a Cindy Crawford cocinando un pollo en un pequeño piso, o poniendo una lavadora, o haciendo una compra en el Hiper Usera. La Crawford jamás haría esas cosas.
He cogido el Metro miles de veces y, por mi experiencia, te digo que la gente guapa no va en Metro. Me he pasado el rato de esos trayectos observando a la gente (manías de guionista), y la gente que viaja en Metro son personas que normalmente están en la mierda: personas normales que van a trabajar cada día y a las que no les importa viajar de pie, apretujados con otras personas que también están apretujadas. Esas personas (del mundo real) viven amargadas, sufren divorcios y depresiones, tienen sobrepeso, dolores de espalda, diabetes, reuma, almorranas, una hernia, colesterol alto, cánceres, ansiedad, dolores de alma. Son personas de muchos países diferentes y, por circunstancias de la vida, todos han terminado apretujados en el mismo vagón de camino a sus trabajos de mierda. La gente que viaja en Metro es gente fea, son personas mal hechas: personas de poca estatura o muy altas, como palos, y van encorvadas; tienen las cabezas grandes como melones, tienen el pelo grasiento o quemado de tantas sesiones de tinte y peluquerías de barrio; muchas mujeres que van en Metro tienen extrañas barrigas y bultos que sobresalen de sus ajustados pantalones baratos del mercadillo. Llevan gorras con pedrería y muchas cosas que brillan; muchas son mujeres muy pequeñas y, cuando van sentadas, los pies no les llegan al suelo. Muchos señores mayores, cuando logran coger un asiento, sueltan un aliento seguido de un quejido que parece que se vayan a morir en ese momento. La lucha por un asiento es vital, sobre todo si acabas de salir de un turno de doce horas.
¿Y si el tema para mi próximo libro es hacer un diario sobre los trayectos que tengo que hacer en Metro para ir hasta mi trabajo en Lavapiés? Y en ese diario podría hablar de toda esa gente de verdad que normalmente no aparece en las series de Netflix o en las novelas de moda. Sería un libro reivindicativo sobre la gente normal, que fuma y bebe en el bar desde primera hora de la mañana. El libro de los desechos humanos que trabajan en los servicios: camareras de pisos que limpian la caca del váter y te hacen la cama, las personas feas que te sirven las hamburguesas recién hechas en los McDonald’s, o todas esas mujeres que le limpian el culo a tus abuelos. ¿Te imaginas? ¿Pero a quién le va a interesar todo eso?
Dame un buen libro de zombis, de pandemias, de cosas chulas con atracos a bancos y romances imposibles, con mucho sexo y BDSM, viajes espaciales, descubrimientos arqueológicos, muertes, asesinatos, fraudes fiscales, explosiones de CGI, corrupción política, famosos que acabaron siendo juguetes rotos, la bomba atómica y Chernóbil… Joder, no me hables de gente real de mierda que va en Metro.
jueves, 6 de marzo de 2025
Abuelos
Siempre que me topo con un anuncio de la desaparición de un abuelo perdido (ya sea en un folio mal pegado en una farola o en una publicación de Twitter), siempre me hago la misma pregunta: ¿y si todo este tiempo ha sido el mismo abuelo? No quiero que se me mal interprete, y tampoco me gusta jugar con el humor negro, pero, coño, pasada una edad, sobre todo si no te has cuidado, todos los señores de ochenta años parecen el mismo. ¿Para qué cojones queréis encontrar a ese abuelo perdido si siempre habéis pasado de él? Me pasa lo mismo cuando me encuentro carteles de periquitos perdidos por la zona. ¿De verdad vives en un mundo de fantasía en el que crees que tu periquito va a ser encontrado para volver a casa para seguir encerrado en una jaula?
Y volviendo al tema de los abuelos; hace un par de años, cuando vivía en Madrid, volví a Mallorca unos días para visitar a mi padre, y cuando llegué a su casa él no estaba. En ese momento pensé que estaría en algún bar esquinero y salí en su búsqueda. Empecé la ruta de bares y al llegar al primero, me fije en que estaba repleto de señores mayores como mi padre, y aquello era como un Busca a Wally; todos esos señores jubilados con su ropa de gente mayor, sus grandes barrigas de beber y comer mal, y todos con sus gorras de ancianos.
Un rato más tarde, y después de analizar el tema de los ancianos, me metí en la cama para echar una siesta y ya no me pude dormir pensando en los abuelos: empecé a idear una extraña historia para una película en la que treinta años más tarde, empezaban a aparecer todos esos abuelos perdidos y, muchos de ellos aparecían en el bosque y volvían a sus casas; los abuelos seguían con el mismo aspecto que tenían cuando se perdieron (abuelos y abuelas de entre 70 y 80 años), y al volver a sus casas, todo el mundo había envejecido porque habían pasado treinta años, y sus hijos ahora eran muy mayores y sus nietos también.
Mientras pensaba en la historia y en cómo rodarla, me emocionaba cada vez más, ¿así cómo coño me iba a dormir? Y empecé a idear un casting para mi peli pero con actores americanos: Jeff Bridges podría ser uno de los hijos, y pensé en Susan Sarandon (casi nada), Julia Roberts, Edward Norton, y estos serían los papeles para los hijos; y de nietos pensé en gente de entre 37 y treinta y muchos, como Jennifer Lawrence y Zendaya. Dios mío, no podía parar de crear… Luego pensé en levantarme de la cama para empezar a escribir el guion con el título «Los abuelos perdidos del espacio», porque si habían estado perdidos durante tantos años, y habían vuelto 30 años más tarde, y seguían con el mismo aspecto, es que por medio tenía que haber alguna movida extraterrestre, y eso tampoco supondría ningún problema de presupuesto, porque a la hora de escribir, no me haría falta enseñar ninguna nave, ni a ningún ser extraterrestre; lo podría escribir todo como una especie de peli pequeña de ciencia ficción muy indie, de esas que pasan por festivales y ganan un montón de premios. Luego me imaginé en un festival en Toronto, y después del pase de mi peli, todo el mundo se ponía de pie, y sin darme cuenta, a mí lado tenía a Tarantino llorando y aplaudiendo; luego Quentin me daba un abrazo y me decía al oído: «es el mejor film de ciencia ficción que se ha hecho en la historia».
En el momento en el que decidí levantarme de la cama, me vino de golpe una imagen de la película Cocoon (aquella fantástica película de los ochenta con ancianos y extraterrestres). Después de pensar en Cocoon ya no vi ningún motivo para levantarme a escribir y me quedé dormido.