lunes, 30 de diciembre de 2024

Infierno de calamares

 El pasado 22 de agosto me sentaba con la dueña de otro restaurante para hacer otra entrevista de trabajo; la oferta la había encontrando en la aplicación de Job Today (la aplicación funciona muy bien, luego los trabajos no). Después de pasarme un año entero trabajando en la cocina de un restaurante vegano, ahora me encontraba de nuevo en la puta mierda y sin trabajo.
 Así que la dueña vio mi perfil en la aplicación y me ofreció una entrevista; me pasé un martes por la mañana y salió todo bien: restaurante situado  delante de la sede del PSOE, un sitio pequeño, una carta con pocos platos. Todo me parecía guay. Me senté con la dueña en una mesa de su terraza y hablamos un poco y le conté la experiencia que tenía de mis mil años trabajando en cocinas.
  —Me gusta todo lo que me estás contando, y ya de primeras me ha gustado tu actitud. ¿Cuándo podrías empezar?
  —No sé, ¿mañana? —le dije a la jefa.
 Luego ella me contó que los miércoles eran muy flojos y que estaría bien hacer una prueba para el siguiente jueves. Y así fue como quedamos.
Me despedí de la jefa y salí del restaurante y volví andando por aquella zona hasta llegar a Argüelles, para luego seguir hasta la Plaza de España. Fui caminando hasta Callao porque quería tomar café y aprovechar la tarde. Salí de aquella reunión casi contento, porque pensaba que volvía a tener trabajo; contento porque tendría trabajo, pero estaría de nuevo amargado porque iba a ser otro trabajo dentro de una cocina.
 Al día siguiente me lo tomé como día libre y ese día lo aproveché para grabar unos vídeos, escribir y seguir preparando nuevos proyectos… Cinco años viviendo en Madrid a tope.  
 Quedé con la jefa en que no veríamos en el restaurante ese jueves a las doce y media para hacer mi prueba. Esa mañana cogí mi bolsa y metí cuatro cosas: agua, mi bolsa de chuches, ropa limpia para cambiarme, mi libro para el trayecto en Metro y mis auriculares inalámbricos; mi bolsa de Dora la exploradora.
 Antes de las doce de la mañana llegaba hasta la zona de Argüelles y salía del metro y me encontraba de nuevo en esa zona, que es terrible, con su Corte Inglés y sus calles gigantes y vacías; otro barrio rico y con todo el mundo de vacaciones en sus putos barcos. Mientras hacía el recorrido, bajando la calle, pensaba en que sí esa iba a ser mi nueva zona de trabajo, lo iba a tener bien jodido en las horas muertas entre turnos. ¿Dónde se mete uno en ese barrio? No hay nada, no hay bares normales ni cafeterías de barrio donde uno se pueda meter a descansar unas horas (y estos son mis miedos desde que trabajo en esta ciudad).
 Antes de las doce entraba por la puerta del restaurante y saludé a la jefa que se encontraba detrás de la barra. «Siento ser tan puntual», le dije. Ella me saludó cariñosamente y luego me dijo donde podía dejar mis cosas; bajé al baño y luego me metí en la cocina acompañado de un chaval joven ,que era el jefe de cocina.
 El extractor de la cocina no funcionaba y tampoco había ningún medio de ventilación. Desde los primeros minutos allí metido se me hizo insoportable: unos cuarenta grados y un espacio minúsculo para trabajar en el que apenas cabían dos personas (¿Qué cojones estoy haciendo aquí? ) Fui pasando las horas cómo pude, entrando y saliendo de la cocina a ratos; salí a la calle para respirar y bebí un montón de litros de agua («¡esto es insoportable!»). En las horas que pasé en aquella cocina, estuve limpiando el suelo. El jefe arrancó una capa de plástico que cubría el suelo (de los antiguos propietarios, a saber qué coño había ahí antes). Y debajo de la goma asquerosa, se encontraba un suelo de terraza lleno de grasa, cucarachas y una especie de pegamento pegado y podrido. Con una espátula y mucha lejía, me tiré al suelo y me puse a rascar para intentar sacar los más gordo y dejar el suelo más o menos decente.
 Al rato de estar allí metido, la jefa recibió una llamada y le dieron la mala noticia de que su padre acababa de fallecer. (Mi padre había muerto en julio y me vino todo de golpe). La jefa arrancó a llorar desesperada; gestionar una noticia así siempre es una puta mierda. Yo dejé lo que estaba haciendo y me quedé parado en la cocina, sin saber muy bien qué hacer. David (el jefe) se fue con ella; luego yo salí de la cocina para beber agua con hielo.
 La jefa me dijo que se iba a marchar unos días y que tenía que coger un vuelo para Caracas y que me pagaría las horas y todo el fin de semana que me quedase con ellos trabajando. Después de eso seguí rascando el suelo asqueroso.
 Sobre las tres de la tarde entró una pareja de clientes. En la cocina faltaba lechuga y salí al supermercado. Hacía un calor terrible en esas calles sin sombras. Mientras caminaba hacia el super me puse a pensar en que estaba siendo una mañana muy extraña. (Maldito agosto, maldito verano y maldita ciudad).
 Después de la compra en un pequeño super de barrio (a unas pocas manzanas del restaurante) volví con un par de brotes de lechuga y un sandwich para mí; el sandwich iba a ser mi comida de ese día. Cuando regresé al restaurante le entregué la lechuga al jefe y le di las vueltas a la camarera. Cuando se hicieron las cuatro le dije al jefe que me tenía que ir porque tenía otro compromiso. La noche anterior le había dicho al dueño de otro restaurante que estaba disponible para hacer una prueba en su restaurante: estaba buscando un ayudante de cocina para llevar la plancha y las freidoras. Esa oferta me pareció mejor que estar tirado por un suelo lleno de grasa y cucarachas muertas pegadas en un extraño pegamento podrido.
 Me despedí y salí del restaurante deseando no tener que volver a pisar más ese sitio. Mientras subía la cuesta para dirigirme al centro le envié un mensaje al jefe del otro restaurante para decirle que estaba de camino. Seguía haciendo un calor de muerte y el fluflu (bote de plástico con agua comprado en el chino) me salvó la vida. Caminé hasta el Metro, y de allí hasta Sol, y en esos pocos minutos aproveché para escuchar un poco de música y recomponerme. Mi visión desde fuera parecía la de alguien con muchas ganas de trabajar y que, de repente, tenía un montón de ofertas y posibilidades (nada más lejos de la realidad).
 Antes de las cinco de la tarde cruzada la plaza Mayor (que estaba a reventar de guiris buscando no sé qué) y llegaba hasta el local de los calamares fritos, que era restaurante céntrico de esos que trabajan con extranjeros y les meten en la boca cientos de calamares para que estén contentos y se lleven de España una buena imagen (en Madrid solo se comen calamares).
 El restaurante tenía una amplia terraza que daba a una plaza que tenía más bares y restaurantes (a mí todos me parecían el mismo local). En una mesa de la terraza vi a un tipo sentado que parecía el jefe; estaba acompañado de un par de tipos y todos  tomaban Gin tonic (eso que se hace en las terrazas). Me acerqué hasta su mesa, le saludé y le dije que venía por la entrevista de trabajo. El jefe me hizo sentar en otra mesa para esperar a que él terminara su Gin tonic acompañado de sus amigotes. Yo me tomé un café con hielo mientras me sentía la persona más gilipollas de Madrid en ese momento.
 Mientras esperaba sentado en aquella mesa, el fluflu me volvió a salvar la vida.
 Pasado un rato el jefe se despidió de sus colegas y se sentó conmigo y hablamos de todo: me habló de lo justo que era con sus trabajadores, y también que era buen pagador. También me habló del otro negocio que había tenido su padre (ya fallecido), y entendí que todo aquello de los calamares venía heredado, como la familia esa millonaria de los opioides, pero con calamares.
 Yo le conté mis movidas y que esa misma mañana había tenido otra prueba en otro sitio, pero que no había salido contento y que mi intención era no volver. Le dije que tenía mil años de experiencia en hoteles de Mallorca, y le conté lo del anterior curro en el otro restaurante, y todo lo que salió por mi boca parecían las palabras de un hombre experimentado que había pasado toda su vida entre fogones. «¿Podrías quedarte para hacer una prueba ahora a la seis? Esperamos a que venga el jefe de cocina y ya te metes con él».
 La verdad es que no tenía ninguna puta gana de meterme en otra cocina, pero hasta ese momento mi ambicioso proyecto de ser rico y famoso en Madrid había fracasado. Así que no pude decirle que no al jefe, porque yo ese día estaba dispuesto a encontrar un buen trabajo (aunque fuese en una puta cocina).
 Sobre las seis de la tarde apareció el jefe de cocina. Y mientras el dueño —desde su móvil— me daba de alta en la gestoría, yo hablé un rato con el jefe de cocina para conocernos y romper el hielo. El jefe se llamaba Nacho y la verdad es que se parecía bastante a mí: un tipo delgado un poco mayor que yo, calvo, con un pequeño bigote y con gorra. Luego me preguntó si tenía zapatos de cocina y le dije que llevaba puestas mis Vans; se rio y le pareció bien.
 Después de darme de alta, me metí con el jefe de cocina en el restaurante y le seguí hasta un pequeño almacén (que parecía un cubo de grasa) que servía de cambiador para el personal; pero aquello no eran unas taquillas ni era un cambiador; era un mini espacio donde estaba la máquina de hielo, las cajas de botellas y unas estanterías para los refrescos y las botellas de agua; también había un pequeño cuarto de baño que tenía pinta de no haberse limpiado nunca, con cubos de fregona dentro, todo sucio y con papel tirado por el suelo (y este iba a ser el espacio del personal para cambiarse). Al ver que había ropa mal tendida encima de una improvista barra encima la máquina de hielo, pensé que mis cosas estarían mejor guardadas dentro de mi bolsa. Como no tenía que cambiarme, lo único que hice fue quitarme la gorra e ir al servicio. Luego fui hasta la cocina.
 La cocina era una pequeña olla a presión, un lugar pequeñísimo con apenas espacio para tres personas para trabajar y manipular la comida. Donde trabajaba el jefe había un poco de espacio para tener una tabla para cortar y poco más. Todo lo demás había que improvisarlo sobre la marcha.  Una plancha —de toda la vida— y cuatro freidoras se mantenían encendidas todo el día. Nunca había trabajado en un sitio así. Había estado en sitios similares, pero no como este. Y no pasaba nada, ni estaba asustado porque ya había estado en muchas cocinas y al final todas eran iguales.
 La cocina tenía una pequeña pasa (agujero en la pared) por la que pasaban todos los platos y que daba a la barra de los camareros (como en todas las cocinas de los bares que has visto en las pelis). Desde el primer minuto que pisé aquella cocina ya no pude parar ni para respirar; todo era a toda a prisa, demasiadas comandas, cientos de bocatas de calamares (todo el tiempo), patatas fritas y huevos fritos, y cuando no teníamos  comandas, seguíamos pelando patatas. En nada pasaron las horas y me vi allí metido a las diez de la noche y no había parado ni un solo segundo para ir al baño. El jefe de cocina (que era muy simpático; al principio todos lo son) me dijo que podía comer lo que quisiera: «Para comer, si quieres, te puedes hacer una hamburguesa, o un bocadillo. Claramente un entrecot no». Y me hizo mucha gracia esa separación entre ricos y pobres con lo de «un entrecot no». Te podrás comer cualquier cosa, pero quiero que sepas que tú siempre serás un puto trabajador de mierda y los entrecots se los come el dueño y los clientes.  
 Después de casi dos semanas haciendo turnos de doce horas con una hora de descanso para comer, le pregunté al dueño del restaurante si me iba a pagar todas las horas extras que estaba haciendo. «Hombre, eso primero me tendrás que demostrar que lo vales». En ese momento no entendí nada. ¿Qué cojones tenía qué demostrar después de pasarme todo el maldito día encerrado en su cocina trabajando como un perro?
 Después de su frase de mierda, le dije que lo dejaba. (Maldito explotador franquista hijo de puta).
 «No pasa nada. Mañana tengo a otro en la puerta que quiera tu puesto».

sábado, 21 de diciembre de 2024

En la boca

 

 


 

 

21 de diciembre

Hace dos años por estas fechas me estaba moviendo por los metros de Madrid para ir a trabajar en la cocina de un restaurante en Lavapiés. En esos días festivos siempre notaba más presencia de seguridad cerca de las vías; por si a alguien se le ocurría tirarse a ellas, imagino. En algún momento pensé que yo también me podría lanzar buscando mi muerte. Pero, ¿y si en el momento que lo hiciese, el tren tardaba nueve minutos en pasar? Ese momento de vergüenza máxima ahí esperando sería terrible, con toda la gente mirándome, preguntándose qué hacer: ¿Bajamos a por él? Pero, ¿y si el tren que me tenía que acabar aplastando no pasaba, porque a otra persona también se le había ocurrido la idea de lanzarse a las vías antes que a mí? Luego me imaginaba volviendo a subir al andén por mis propias manos, y mientras me quitaba el polvo del pantalón, le decía a los de seguridad que me había resbalado y que lo sentía mucho por haber montado el numerito.  

Después de pensar estas cosas, descartaba toda idea de suicidio y me metía en mi tren y seguía mi día metido en la cocina, que también era otra forma de suicidio.


 

viernes, 20 de diciembre de 2024

Te haces mayor

 

 


 Algunas cosas buenas de hacerte mayor: el sexo es mejor, en el caso de que lo que tengas. Puedes llamar «chavales» a la gente joven y decir cosas como «que trabajen ellos, que son más jóvenes». Todo te la empieza a sudar mucho y empiezas a dejar de hacer planes de futuro para vivir el presente; el presente siempre es un asco. Que también te puedes quedar en tu puta casa y no hacer nada. Puedes decir cosas como «la música de ahora es una mierda y no tenéis ni puta idea de nada». O un «cuando yo era joven, descubría las cosas de verdad, cuando existía el formato físico». Y de verdad que si sueltas algo así, te juro que te puedes quedar muy solo. A la hora de ligar, te la sopla todo y vas al grano; esto también quiere decir que tienes más posibilidades de darte una hostia. Pero con casi cincuenta tacos la verdad es que te da igual todo. No pierdes el tiempo intentando descubrir cosas nuevas, porque sabes que todo va a ser una continua decepción: sigues viendo tus pelis de siempre y leyendo tus libros de toda la vida y escuchando las mismas putas bandas de hace 30 años. Lo de la ropa te empieza a dar igual, pero porque te va a ir quedando mal cualquier cosa que te pongas. Te empiezan a decir que quieres ir de joven, a lo que tú vas a contestar con un «Pero sí siempre he vestido igual». Con los años te vuelves más sincero, pero también más gilipollas y con menos paciencia. En vez de intentar tener cuarenta amigos, te conformas con seguir manteniendo a los tres de siempre, aunque te caigan mal y sean subnormales profundos; pero sabes que esos tres son calidad. Dejas de salir de noche y de hacer gastos innecesarios; ¿para qué vas a cenar fuera si te puedes hacer una tortilla en casa? Defiendes a bandas como U.2 y Red Hot Chili Peppers, y hasta Matthew Broderick te parece buen actor. Vas más rápido haciendo la compra, y acabas cocinando lo mismo de siempre, lo que te mola y lo que sabes que funciona. Tirar comida siempre es una derrota.
 La política te empieza a dar igual, dejas de ver las noticias y de discutir sobre gilipolleces. Hasta los documentales sobre nazis te aburren. El Fnac te deja de flipar. Vuelves a valorar la magia de Facebook, y empiezas a pensar que la relación de Han Solo con Luke no se sostenía por ningún lado: Luke era un chaval de campo y Han, un pirata putero y tramposo. Empiezas a consultar el tiempo en el móvil y a comprar lotería de Navidad. También empiezas a desayunar durante horas en tu cafetería de siempre mientras lees un libro y ves cómo se llena y se vacía de gente… A ver, no todo iba a ser malo.

lunes, 16 de diciembre de 2024

Covid-love

 



 

Esta mañana he salido de la cama sobre las diez y media para meterme en mi cafetería «oficina» que tengo cruzando la calle; siempre me meto en ese sitio cuando paso unos días con mi padre en el Arenal. Mientras desayunaba, a mi lado, en otra mesa, una pareja no paraba de hablar todo el tiempo. Por el tono de la conversación me ha dado la sensación de que se estaban conociendo: ella le ha dicho que tenía 38 años, él seguramente más de 40. Ella, con hijos. Él no ha mencionado nada de hijos. Me pasa muchas veces que sin querer acabo pegando la oreja en las conversaciones de los demás y las grabo mentalmente con la intención de transcribirlas luego. (De verdad, a veces tengo la sensación de que necesito encontrar un hobby).
 Mientras hablaban, me he puesto a pensar que se acababan de conocer en alguna red social «Covid-love»; una red social para encontrar el amor en tiempos apocalípticos, para cuando el final puede que sea el principio. Durante la conversación, en esa mesa se ha hablado de hijos, pandemia, enfermedades, muertos, madres, conflictos, divorcio, servicios sociales, familias desestructuradas (él había trabajado unos años en un centro con menores conflictivos), padres borrachos, custodias, temporadas de verano, hoteles, camareras de pisos, series de Netflix, el pueblo (de él), amigos con problemas mentales, la isla. Y, finalmente, ha salido el tema del futuro: «¿Tú qué tienes pensado hacer?».  Y puede que esa sea ahora mismo la pregunta más invasiva que se le pueda hacer a una persona: «¿Tú qué tienes pensado hacer en los próximos veinte años? ,¿los quieres pasar conmigo?» Tengo la sensación de que muchos llevamos improvisando el día a día desde hace mucho tiempo.

 Después de un rato con mi oreja pegada a la charla, he logrado desconectar de ellos mirando mi móvil. Al final no sé en qué ha quedado la cosa: ¿habrán acabado enamorados después de los cafés y de contárselo todo en ese baño de sinceridad y derrotismo exponiendo todos sus trapos sucios: las intimidades, los ex, los hijos, los fracasos de cada uno. ¿Serán estas las nuevas formas de ligar en tiempos de Covid? «A ver quién está más en la mierda». Que a lo mejor también me estoy montando mi película y solo era un desayuno de nuevos amigos, sin buscar nada más; «quedamos, nos conocemos y nos contamos todas nuestras miserias».


Cinco y veinticuatro de la tarde. Y después de una siesta nada reparadora, salgo de la cama y me meto en el baño; me miro en el espejo y siento que he envejecido como tres años desde que estoy por aquí: «el efecto Arenal». «Aquí te mueres y te pudres, y luego, no sé cómo, sigues viviendo como un zombie».
 Me meto de nuevo en el bar y me siento en una silla lo más cerca de la puerta. Un árbol de Navidad acompaña a una máquina de tabaco. Al fondo del bar, junto a la tele, hay 3 personas hablando mientras arreglan el mundo; uno de ellos emite una extraña barrera de sonido de mierda; como una voz rota de borracho que no ha abierto un libro en su vida. Si quería estar un rato tranquilo, está claro que no ha sido buena idea meterme en el bar. Pero quedarme encerrado en el cuartucho casi era peor opción. Pero ¿cuándo cojones termina el año? Esto está durando demasiado.
 Ocho y cuarto de la noche y no sé si veré las noticias de las nueve; demasiada desinformación todo el tiempo.  
 He vuelto a encerrarme en mi pequeño cuartucho con todos mis libros y mis cómics; es lo único que me queda de mi «ex vida». La tabla de planchar sigue ahí apoyada en la pared, tan quieta y callada.
 Hace un rato he ido a dar una vuelta y he llegado hasta la playa; está claro que ha sido otro de los grandes errores del día: bajar hasta la playa para mirar el mar, las olas, los hoteles cerrados  (como esperando algo) mientras la oscuridad de la tarde los teñía de tristeza; el Burger King abierto como el último local de la playa resistiendo a cualquier crisis mundial; está abierto, pero nadie entra; no hay turismo y todo está muerto en el barrio del Arenal.
Son casi las nueve de la noche y cierro por aquí.

jueves, 12 de diciembre de 2024

NOSOTROS SEREMOS LOS SIGUIENTES




Un asiento en primera fila para ver mi depresión

15 Diciembre del 2022

 El pasado sábado me levantaba sobre las diez de la mañana, y como no tenía ganas de prepararme nada en casa, desayuné en la cafetería «normal» que está al lado de la estación del Metro. Digo normal porque otras veces desayuno en el bar de los borrachos, al que suele ir la gente más deteriorada del barrio. Por esa cloaca también se dejan caer los ludópatas de la zona que se dejan la vida —y todo lo que no tienen— en esas putas máquinas tragaperras que suelen poner en los bares de los barrios cutres. Se podrían escribir mil historias deprimentes sobre adicciones basadas en las vidas de las personas que pasan por ese bar a cualquier hora del día. Si eres un fracasado, el barrio de Villa Palo te proporciona los mejores decorados para tus dramas.
 También te digo que me gusta ir a esos bares y cafeterías para sentirme integrado con la zona y ser uno más: el señor raro que lleva sombrero y viste de negro y desayuna siempre lo mismo: café con leche con tostadas com tomate y aceite. Imagino que más de uno habrá detectado que soy un intruso, un turista que se sienta cerca de todos para robar futuras líneas de diálogo.
 Después de un estupendo desayuno, me metí en el Metro en dirección a Lavapiés. Esos trayectos hasta el trabajo siempre son momentos de paz, mi media hora para leer y escuchar música. Si voy a leer, me pongo música clásica: Bach, Chopin, Brahms, Tchaikovsky (he ido a Google a buscarlo); poner esa banda sonora me aísla del ruido externo de toda la gente del vagón que va escuchando a todo volumen sus vídeos del tiktok o de Instagram. Debería estar permitido llevar un bate de beisbol para destrozar todos los teléfonos móviles de la gente de mierda que no respeta el espacio de los demás (De repente soy el Joker de Villa Palo).
 La música clásica me permite leer, cosa que con otros estilos musicales no puedo hacer. También he leído en Google que si escuchas mucha cantidad de música clásica, corres el riesgo de acabar convirtiéndote en un futuro asesino en serie. Sé que no me voy a concentrar si de fondo me pongo una banda como Sepultura o Sonic Youth (referencias de gente mayor); así que Bach es perfecto para entrar en las páginas de mis libros.
 En las veces que hago el trayecto y no me apetece leer, me pongo música (normalmente los estilos musicales más ruidosos) o escucho un podcast. Antes le tenía manía a los podcast. Luego descubrí que también se hacían podcast para gente mayor de doce años. Me lo paso muy bien con un programa llamado Grandes Infelices, que es triste que te cagas y habla sobre vidas de escritores y sus obras que no ha leído nadie (o al menos no han sido leídos por la gente que me acompaña en Metro de camino al trabajo). Y en ese podcast hablan de cómo esos escritores —todos muy tristes y talentosos— murieron solos, enfermos, arruinados y deprimidos por no haberlo petado en vida. No hay nada más reconfortante que saber que ese autor que te gusta tanto terminó sus días metiendo la cabeza en el horno… ese programa es fantástico.  
 Una vez que salí de la estación del metro de Lavapiés, empezó a llover; cuatro gotas, nada alarmante… Luego me metí en el supermercado para hacer una pequeña compra de las cuatro cosas que necesitaba para la cocina del restaurante. (Llevo un año trabajando en una cocina; ahora soy chef, mañana puedo ser otra cosa).
 Ese sábado presentía que iba a ser un buen día de mucho trabajo, y con el turno partido, después del mediodía (y con el restaurante cerrado) me podría echar una siesta de una hora en uno de los sillones del comedor. En ese primer turno del mediodía iba a estar con Eva (la camarera joven, que es como una doble de Molly Ringwald), y por la noche estaría con la jefa.  
  En este año que llevo trabajando en la zona de Lavapiés, he llegado a la conclusión de que el barrio es muy bonito, sobre todo si eres fan de Hellraiser y la ciudad de Gotham, el barrio hará que te sientas como en casa. Lavapiés también me recuerda a Magaluf: el barrio es una cloaca, un escupitajo en el centro de Madrid; otra de esas zonas que los pijos han convertido en otro barrio de modernos y de artistas con dinero que pueden permitirse los alquileres más caros de la ciudad; bares de viejos, librerías gafapasta, mafias, droga y Faláfel (Soy el Joker de Lavapiés).
 Mi idea al entrar en el super era pillar las cosas que necesitaba y seguir mi camino subiendo la cuesta que me conducía hasta el restaurante. Pero como siempre me pasa cuando me meto en ese maldito supermercado (abierto las 24H), me distraigo y empiezo a mirar todas las cosas que tienen y que no necesito. Lo que pasa siempre cuando sales de tu «super de barrio de confort» —que te lo sabes de memoria— y te metes en otro gigante. Es como la sensación de entrar en el supermercado del Corte inglés, que todo es carísimo, y te preguntas quién cojones puede permitirse hacer la compra ahí (los famosos de la tele). O como cuando salías de tu pueblo y viajabas a Madrid y entrabas por primera vez en el FNAC y pensabas que lo más moderno del mundo era comprarte una biografía de Lou Reed en la tercera planta.
 Antes de coger lo que realmente necesitaba, me lancé sobre una bandeja de pollo con patatas (de esas preparadas). Y esa iba a ser mi comida. Después de todos estos meses metido en una cocina de comida vegana y sin gluten, he llegado a la conclusión de que nunca seré vegano. Me flipa el pollo, y cuanto más gluten lleve, mejor.
 Luego me acerqué hasta la zona de las pastas y vi que la estantería de los ñoquis estaba vacía; alguien se me había adelantado, seguramente otro cocinero que también llevaba ñoquis en la carta como plato estrella. Cogí una botella de aceite y algunos mangos y luego me dirigí hacia la caja. Antes de pagar, mientras hacía cola, miré mi móvil por última vez: le envié un mensaje a mi hija, le dije algo a mi novia y luego me volví a meter el móvil en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta bomber color verde (tío, nos da igual cómo sea tu puta chaqueta).
 Normalmente en ese tipo de situaciones suelo cerrar la cremallera del bolsillo, pero en ese momento no lo hice, por dejadez, por cansancio, necesitaba echarme otro café por los ojos, o coger  unas vacaciones. Finalmente, me planté delante de la caja número 2 y pagué con el dinero que me dio mi jefa el día anterior. A mi izquierda, en otra caja, un tipo hizo una compra rápida; pagó algo (no vi lo que era, posiblemente sería una lata de cerveza) y luego salió de forma veloz sin recoger el cambio. «Su cambio» —dijo la cajera—. Y a continuación el tipo salió a toda prisa por la puerta del supermercado mientras yo me metía la mano en mi bolsillo izquierdo para ir a coger mi (invisible) teléfono móvil. Al meter la mano vi que no lo encontraba y luego lo busqué en el otro bolsillo. En ese momento me quedé paralizado, con las bolsas de la compra en mis pies, como un puto gilipollas. Desde la caja vi como se alejaba el tipo saliendo por la puerta ,caminando de forma veloz pero sin llamar demasiado la atención (lo hemos visto en miles de películas). Ahí iba el ladrón con mi puto móvil.
 Seguí paralizado como un idiota y diciéndole a la chica de la caja que me acababan de robar. Luego me metí las manos en mis otros bolsillos para «no sé qué buscar cuando sabes que ya no vas a encontrar nada»; no iba a aparecer de repente mi móvil robado. Y, efectivamente, me acababan de robar por primera vez en los cinco años que llevaba viviendo en Madrid. «Cuando te roban el móvil, te sientes violado», me dijo una vez una amiga. Joder, la comparación es bastante incorrecta (aquí es cuando me cancelan y me llevan a la cárcel, por escribir ficción), pero es verdad que cuando te roban, te deja un mal de cuerpo del que ya no te recompones en el resto del día.
 Ahora con el móvil robado tenía que seguir y superar la pérdida. Tenía que ir al trabajo para encender la cocina y empezar mi jornada laboral, y estaba completamente incomunicado. Mientras subía la puta cuesta en dirección al restaurante, pensé en lo guay que habría sido tener una pistola en ese momento, y que todos pudiésemos pegar tiros como en el viejo Oeste, o llevar ametralladoras como en cualquier barrio de los Estado Unidos (soy el Joker de Mallorca). Entonces, el robo de mi teléfono habría terminado de otra forma: habría salido a toda prisa detrás del ladrón y le habría pegado cuatro tiros por la espalda, y a continuación habría recuperado mi teléfono. ¿Te imaginas un mundo así, el mundo de los frikis de Bowling for Columbine?
 En vez de pagar esos cuatro tiros, seguí mi camino ,y como ya llegaba tarde para entrar a mi hora en el restaurante, pensé que estaría bien pararme a tomar un café en el bar que tenía al lado del restaurante, subiendo la cuesta (un bar de viejos «de toda la vida» con su máquina tragaperras y que los modernos de la zona también se lo habían apropiado pensando que era lo más). Entré en el bar y me senté en mi esquina y me pedí un café con leche hirviendo porque en ese momento tenía frío y me sentía muy triste porque acababa de sufrir un robo. En otro tiempo y en otro contexto me habría puesto a llorar, pero fui fuerte y me desconsolé tomándome un café hirviendo.

 Cuando llegué hasta el restaurante fui directo a la cocina y me puse a hacer todas las cosas que hace un jefe de cocina: encendí los fogones y las planchas; miré dentro de las cámaras por si me faltaba algo muy urgente, lavé las cuatro cosas que estaban sucias que habían quedado de la noche anterior y bajé las sillas del comedor… Por cierto, estoy solo en la cocina; por eso me he autoproclamado el Jefe de la cocina. Y la verdad es que suena muy bien; he pasado de ser lavaplatos a cómico fracasado, y luego a ser jefe de cocina.
 Era casi la una del mediodía cuando apareció Eva (la camarera) por la puerta y le conté que me habían robado y que todo era una puta mierda. Luego ella me dijo que a lo mejor me podía dar un móvil porque seguramente tendría en su casa uno viejo que me podría servir. «A ver, si está viejo y lo cambiaste por otro nuevo, sería por algo, ¿no?»
 Ese medio día abrimos el servicio y esas horas me fui comunicando vía Instagram a través de mi tablet: intenté entrar en mis cuentas de mail, pero me fue imposible, lo normal cuando no te acuerdas de tanta puta contraseña. Cuando te roban el móvil lo primero que piensas es el cambiar las contraseñas, por seguridad, por si te roban algo; luego pensé: ¿Qué me iban a robar más, si no tenía nada?

 Después de ese servicio llamé a mi novia con la videollamada de Instagram y le conté lo que me había pasado. Luego llamé a mi hija y le dije lo mismo, que si necesitaba algo que me lo dijera por privado de Instagram. La verdad es que ahora mismo es imposible estar incomunicado en estos tiempos de redes sociales; otra cosa es estar pendiente de ellas y tener que estar entrando cada cinco minutos para revisar los mensajes. Por seguridad y por tener una vida ordenada está bien llevar un teléfono móvil encima, al menos en estos últimos veinte años. 

 Ese mediodía de sábado hubo bastante movimiento en el restaurante; lo normal por estas fechas navideñas de reuniones, comidas de empresa y de reencuentros; parece que todo el mundo queda para comer o cenar como si fuera la última vez que lo fuesen a hacer.
 Los suegros de mi compañera vinieron a comer , junto con sus cuñados y el novio. Cuando terminé el servicio me acerqué a su mesa y les dije que iba a salir a por café para todos y que me apuntasen lo que iban a querer. En ese momento —y durante muchos meses— no habíamos tenido máquina de café en el restaurante, así que me pareció buen plan (y buen detalle) salir hasta la plaza.
   —¿Pero cómo vas a traer tantos cafés?
  —Bueno, tienen hueveras —dije, con un tono muy profesional.
 Salí del restaurante y subí la cuesta sintiendo mucho frío; ese frío de Madrid en diciembre. Luego crucé por la librería de la esquina y llegué hasta la plaza de Anton Martin. De la salida del metro no paraba de salir gente disfrazada con gorritos navideños; esa visión me puso muy triste y yo seguía estando sin mi móvil. Luego entré en la cafetería que estaba a reventar de gente y me puse en la cola para pedir los cafés.
 Al volver triunfante al restaurante me senté con la familia e hicimos una charleta típica de sobremesa; yo les conté que la noche anterior había estado viendo la película Cinco lobitos, y que me había gustado mucho y que me había hinchado a llorar. Esa peli me partió el alma. Supongo que me pilló en un momento delicado. La suegra de Eva comentó que la peli hablaba de la incomunicación en las relaciones. Para mí, la peli va de madres y de los ciclos de la vida y de la muerte. No creo que vaya de incomunicación porque las dos parejas protagonistas no paran de hablar; otra cosa es que se entiendan.
 Después de esa agradable sobremesa, Eva y su familia se despidieron y me bajaron la verja de la entrada; apagué todas las luces del comedor y me quedé solo y a oscuras; momento perfecto para echarme un rato en uno de los viejos sillones del salón (como cada tarde de todos mis sábados de estos últimos meses; siempre es un regalo poder descansar un poco con el horario partido).
Logré dormirme media hora, encogido en un mala postura con las piernas estiradas en otro sillón y con las manos metidas en los bolsillos. Cuando uno está agotado, se duerme en cualquier lado.

 
 Sobre las siete de la tarde sonó el despertador en mi tablet, y agotado y muerto de frío volví a salir a por otro café. Ya era completamente de noche.
 A mi vuelta me encontré con la jefa en la puerta abriendo la ruidosa verja. Una vez dentro del restaurante, le conté lo del robo del móvil. También le dije que habíamos tenido mucha gente en el turno del mediodía y que había ido muy bien. Y en mi intento de animarla para que no cierre el restaurante (lleva meses con la idea en la cabeza) siempre le estoy diciendo que todo va a ir a mejor; algo que nunca me dicen a mí.
Mientras la jefa ponía orden detrás de la barra ordenando los botelleros, me dijo que miraría por casa para ver si me podía apañar un viejo móvil… A ver, ya iban a ser demasiados viejos móviles que apañar. Luego le dije que en cuanto me estabilizase de pasta (que sería nunca) me compraría uno nuevo.

Abrimos el restaurante a las ocho de la tarde y el  servicio empezó fuerte; y en apenas media hora tuvimos todo el comedor a reventar de clientes con gente esperando de pie o en la barra. Fue otra de esas noches (prenavideñas) de correr y hacer mil cosas a la vez: fogones a tope, agua hirviendo para los ñoquis, sartenes ocupadas todo el tiempo, la pica llena de cacharros, faltan cubiertos, faltan platos, falta de todo, el suelo lleno de mierda, mil comandas saliendo de la máquina.

 Ahora mismo no recuerdo qué hora sería, pero ya había aflojado un poco el trabajo y estaba sirviendo los últimos platos de ñoquis cuando la jefa entró por la puerta de la cocina con su móvil en la mano diciéndome que tenía una llamada para mí de mi novia: «A tu padre le ha dado un infarto al corazón esta tarde y ahora lo tienen en el hospital, llevo horas intentando dar contigo».
 Mientras mi novia me seguía hablando me metí en el pequeño cuarto de baño (trastero, taquillas improvisadas del personal donde no cabe ni un alfiler) y me senté en la taza del váter. En ese momento mi corazón se puso a mil y me puse muy triste y se me saltaron unas cuantas lagrimas.    
  —Vale, estoy bien, espera que digiera la noticia…
 Después le dije a mi novia que viniera a buscarme para irnos juntos a casa; estaba claro que ya no iba a poder seguir dando ñoquis esa noche. Había dejado la cocina empantanada y hasta arriba de trastos; lo normal cuando se tiene un servicio intenso de no parar. En esas horas no había podido mirar mis mensajes privados porque no había tenido ni un solo segundo de descanso. En otro momento y con mi teléfono cerca, habría reaccionado a tiempo. A mi novia, la noticia también la pilló fuera de casa porque esa noche tenía trabajo en una discoteca. En la llamada, mi novia me dijo que cómo no había tenido forma de ponerse en contacto conmigo me había enviado una nota con un mensajero Globo; no sabía que se podían hacer ese tipo de cosas.
 Mientras la esperaba, recogí mis cosas y le pedí dinero adelantado a mi jefa porque sabía que lo iba a necesitar para los próximos días. Otro salto a la isla, y este no estaba en mis planes: demasiados vuelos, demasiadas camas. Antes de salir de la cocina, la jefa me pidió los últimos tres ñoquis con setas y los preparé, completamente hundido y descentrado.
 Vale que durante mucho tiempo no me haya llevado como debería con mi padre y que no haya estado de acuerdo con muchas cosas que ha hecho en estos últimos treinta años, y da igual si compartíamos gustos o aficiones. Cuando te dicen que tienes a tu madre moribundo y conectado a una máquina, te importa una mierda todo eso; tu padre sigue siendo tu conexión con tu pasado, con tus orígenes. Cuando te dicen que tu padre se está muriendo, inmediatamente —y egoístamente— piensas: Yo seré el siguiente.
 
 Sobre las once de la noche mi novia apareció en la puerta del restaurante y se bajó de un taxi, luego nos dimos un abrazo. Bajamos caminando la cuesta en dirección al metro mientras yo hablaba con mi hija desde su móvil. También le envié un mensaje a mi sobrino y él me dijo que la cosa no pintaba bien. Antes de llegar a la entrada del Metro pensé que debíamos cenar algo porque en casa no tenía nada preparado y yo llevaba horas sin comer nada. Además, no cenar no iba a solucionar nada.
 Después de mirar varios sitios, nos metimos en un restaurante indio que estaba antes de llegar a la plaza de Lavapiés. Siempre recordaré esa cena como una de las peores que he tenido en mi vida.  Después de la cena volvimos a casa en metro, como toda la gente pobre y normal que coge el metro para volver a casa. Nos sentamos con todas esas personas que volvían a casa después de sus jornadas (de mierda) laborales: los currantes de los servicios, los que le limpian el culo a tu abuela y te sirven las hamburguesas en los McDonalds.
 Al llegar a casa me di una ducha y luego miré los vuelos para ir a la isla; ir ese domingo iba a ser imposible porque los vuelos superaban los cien euros. Se lo dije a mi jefa y ella insistió en pagarme el vuelo, y yo me negué: Soy pobre, con todas las consecuencias.
 Al final encontré un par de vuelos baratos por 38 euros para salir el lunes y volver el miércoles por la noche; así tendría un poco de margen para estar unos días en la isla.

 Recién duchado y descansando en el sofá, entré en Instagram y vi una publicación del restaurante; la jefa había puesto que el local iba a estar cerrado hasta el viernes por motivos personales de urgencia. «Si me voy de aquí se hunde el negocio». Cuántas veces en mi vida laboral había oído esa frase de mierda. Pero esta vez parecía que iba en serio.
 Lo último que me dijo mi sobrino antes de meterme en la cama es que los médicos habían visto muy mal a mi padre y que lo iban a desconectar.



La mañana del lunes iba a la isla con la idea de asistir a un velatorio y un funeral. Estaba en shock, muy agotado, me costaba moverme y pensar con claridad.  
 Renfe hasta Atocha y luego un autobús hasta la Terminal 1. Durante el trayecto intenté pensar en otras cosas, intenté pensar en mis gilipolleces; pensé que me encontraría mejor si me tomaba con buen humor todo lo que me estaba pasando; pensé que una mente positiva me ayudaría a tener mejor cuerpo (todas esas chorradas que dicen en los libros). Entonces me puse a pensar en todas las fantasías sexuales que tenía pendientes. Y luego pensé en la voluble carrera de Don Johnson, y que el mundo del cine había sido injusto con él. Luego también pensé que en el momento que volviese a casa para escribir todo esto, iría a Google para buscar la palabra voluble.
 En ese trayecto también pensé en la próxima reunión que tenía programada para el doce de enero con esa plataforma famosa a la que le iba a proponer una serie de comedia; llevo ya muchos años en Madrid intentando levantar un proyecto que no sea cocinar o fregar platos.
 Antes de llegar al aeropuerto pensé en muchas cosas que nada tenían que ver con la muerte de mi padre, y pensé en mi salud y en mi diabetes: tenía que estar fuerte y entero; mi hija no me podía ver destruido y por el momento yo no podía ser el próximo.
Sentado en un asiento en la puerta de embarque (y después de comer una hamburguesa de pollo) mientras esperaba mi avión, seguí hablando con mi sobrino y me dijo que tenía buenas noticias; me contó que mi padre no estaba tan mal y que había algo de esperanza. Aquella buena noticia me cambió el cuerpo. Antes de eso, había estado hablando por mensaje privado de Instagram con uno de mis primos y le había contado que no tenía ni idea de funerales ni de cómo se tramitaba todo eso. «Tú tranquilo, mi madre es cinturón negro.»
 Así que ahora, en vez de ir a una despedida y un funeral, iba a coger un avión para ver qué me encontraba en el hospital. Mi exmujer y mi hija me recogerían a mi llegada al aeropuerto de Palma.

Eran más de las tres de la tarde cuando salí del avión una vez aterrizando en la isla. El vuelo más barato hacía que siempre llegase tarde a todo.
 Vi a la madre y a la niña esperándome con el coche aparcado; Paula se bajó del coche y nos dimos un abrazo. Luego fuimos directos al hospital. Paula se había cogido el día libre en el instituto y se quedaría conmigo en los próximos días.

Como en ese momento la situación no pintaba tan mal, me sentí con mejor humor (mente tranquila, buenas energías, «ponte tranquilo», me decía a mí mismo todo el tiempo). Llegamos al hospital y subimos hasta la tercera planta. En ese hospital había nacido mi hija en el 2008. En ese hospital se nacía y se moría cada día. En la sala de espera estaba mi tía Conchi (la Conchi de siempre, de toda la vida, la hermana de mi madre). Dentro de la habitación donde estaba mi padre encamado, se encontraba mi primo Carlos, hablándole a mi padre,  que estaba completamente dormido y sedado. Mi tía nos contó que seguía todo igual, estable, pero igual. Era la misma información que nos habían estado dando en las últimas horas: que había alguna posibilidad pequeña de mejoría y que intentarían quitarle el oxigeno asistido para ver cómo reaccionaban sus pulmones. El típico dialogo que habíamos oído millones de veces en series y películas; no cuesta nada imaginar al doctor House entrando por la puerta (bastón en mano) para contarnos la situación: «Pienso salvar la vida de vuestro padre». Y acto seguido, el doctor saca un frasco de pastillas de su pantalón y se lleva una par de pastillas (como caramelos) a la boca.
 Después de ponernos al día con mi tía, mi primo  Carlos apareció por las puertas de seguridad, las que daban a la sala de la UCI; esas puertas se abrían automáticamente y de forma muy lenta.
 Después de saludar a mi primo, era mi turno de entrar por ese pasillo para ver a mi padre moribundo. ¿Cómo se enfrenta uno a algo así? Nadie te prepara para ese momento. En la seguridad social no te dan un curso dentro de una sala con aun tipo y un powerpoint con un montón de fotos de stock que representen y expliquen cómo te vas a sentir en esos momentos: «Estás a punto de presenciar el momento más jodido de tu vida».
 Mi hija quiso entrar conmigo, así que pasamos por ese pasillo (lo has visto en las películas) y al final del pasillo, una doctora nos indicó dónde estaba la habitación en la que se encontraba mi padre, y nos acompañó. Mientras caminábamos cruzando habitaciones de otros padres moribundos, la doctora nos fue explicando todo lo que estaban haciendo y que estaban buscando las causas del infarto. Yo le dije a la doctora que mi padre era diabético y que tenía sobrepeso y que nunca se había cuidado. Supongo que toda aquella información sobraba, porque eso ya lo sabían y porque lo veían cada día en aquella planta del hospital; y en vez de soltar cosas buenas sobre mi padre, mi primera reacción fue ser sincero y soltar todas las cosas malas que había hecho…

 La doctora nos dejó en la puerta de la habitación y ahí estaba mi padre, encamado y gordo como una vaca, conectado a un montón de aparatos; los has visto en las películas: un montón de tubos, cables, monitores, una cinta en la frente que conecta con el cerebro; varias agujas clavadas por el cuerpo, el suero, la bolsa de pis; y luego está esa máquina que mide las constantes. «Y Traigan la máquina que hace ¡ping!». Como dirían los Monty Python’s en El Sentido de la vida.
 Al acercarnos a la cama, mi hija y yo nos quedamos si habla; algo normal en un momento así. Pero la doctora nos dijo que le podíamos hablar, así que Paula le dijo algo y luego sentimos cómo a mi padre se le hinchaba el cuerpo, como una reacción a la voz de su nieta, como si mi padre siguiera consciente (de alguna forma) al final del túnel de su mente, esperándonos sentando en una silla en una habitación a oscuras, esperando a que alguien le volviese a encenderle la luz.

Luego yo le dije algo del pueblo, y de que se tenía que poner bien para ir la fiestas. Y todo fue muy raro y frustrante, pero porque no había un manual para este tipo de situaciones. «Sé tú mismo, dentro de lo que sepas ser tú mismo».  
 Después de estar un rato contemplando a mi padre haciéndole compañía (si se puede decir así), mi hija y yo salimos de la UCI y volvimos a la sala de espera. Mi tía y mi primo nos dijeron que luego, sobre las ocho, mi sobrino vendría con su padre, y que también vendría gente del pueblo: familiares de mi padre que llevaba veinte años sin ver. Y ese reencuentro sí que iba a ser raro.

 Así que Paula, la madre y yo decidimos marcharnos un rato con la idea de volver más tarde. Antes de salir del hospital nos metimos en la cafetería para merendar algo. Las cafeterías de los hospitales no me incomodan porque son espacios que me recuerdan a los aeropuertos, con toda esa gente de paso. Después de tomar un café y comer algo, les propuse a mi hija y a la madre ir hasta Palma para dar una vuelta y visitar una librería a la que siempre vamos. Así gastaríamos ese tiempo hasta la próxima hora de visita.


Cogimos otra vez el coche, y en cuanto llegamos a Palma, se puso a llover: las malas noticias y los días tristes siempre van acompañados de lluvia.
 Pasamos un buen rato en la librería, y mientras ojeaba los libros, me puse a pensar las vidas que necesitaría para leer todo lo esencial, porque siempre he sido un lector muy lento. Y la literatura no es como el cine; mi plan de aquí hasta los 80 años (si es que llego) es terminarme todo el cine, o al menos el esencial; ya he visto los Padrinos, Lawrence de Arabia y El Gabinete del doctor Caligari, ahora me faltan las otras.
 Paula se me acercó y me dijo: «Recomiéndame algo que me cambie la vida y que sea increíble.» En ese momento pensé en sus 14 años y en su adolescencia y en su pasión por las bandas de rock raras; luego me acordé de un libro que leí hace unos años y que me enganchó tanto que no lo pude soltar hasta terminarlo: Cosas que los nietos deberían saber, de Mark Oliver Everett (el barbudo cantante y compositor de su banda Eels. Con el libro en las manos, le dije a la niña que tenía que leer el libro y descubrir su música. Por mis manos también pasó El guardián entre el centeno, y pensé en los 14 años de la niña y que el libro de J. Salinger seguramente sería una lectura cojonuda para dentro de unos años, como escuchar los discos esenciales de Sonic Youth. (Vaya chapa de señor mayor aburrido).  

 Paula y yo nos sentamos en un sofá de la librería
al lado de los libros de arte y de ilustración, y de nuevo volví a pensar en el puto ladrón yonki saliendo del supermercado y que ahora no me podía sacar el móvil del bolsillo de mi chaqueta para hacerme una foto con mi hija. Ahora todo lo registramos con fotos y vídeos para Instagram para que todo el mundo sepa lo que estamos haciendo en todo momento.
 Sobre las siete de la tarde volvimos al parking del hospital. El cielo estaba completamente negro y seguían cayendo unas gotas. En un sprint, la madre salió corriendo del coche hasta la puerta del hospital mientras la niña y yo la miramos sin entender nada (a esa mujer nunca le ha gustado mojarse). Luego Paula y yo salimos del coche tranquilamente y caminamos —a nuestro paso de siempre— hasta la entrada.
 Al llegar de nuevo a la sala de espera vimos que había llegado más gente: algunos de mis primos, otras personas que no conocía de nada y mis primas con mi tío Chato. Mi tía Conchi y mi primo Carlos estaban hablando con todos los familiares, como una especie de embajadores del caos.
 La niña, la madre y yo nos mezclamos con el grupo, y a cada nuevo primo que iba apareciendo, me parecía más gracioso. Hacía un millón de años que no nos juntábamos, pero seguíamos siendo una familia. Estamos todos más viejos, más divorciados y más diabéticos. Nos hemos metido en esa edad en la que sólo nos vemos en funerales y en salas de esperas de hospital.
 Mi familia se interesa por mi padre y me preguntan cómo está. «Sabremos más cosas en las próximas horas», contesta repetidamente mi tía Conchi. Es lo que siempre dicen los médicos… ¿Te imaginas un mundo en el que diésemos la misma respuesta para todo? ¿Qué vamos a comer hoy? ¿Has cobrado ya? ¿Me quieres..? Lo sabremos en las próximas horas…
 Después de perderse por el hospital, uno de mis primos apareció (como en una sitcom) y lo primero que nos preguntó fue: «¿Qué, la palma o qué pasa? Luego aparecieron todos los familiares del pueblo de Jaén, como recién salidos de una excursión en bus por Mallorca. Y me acordaba de ellos, menos de un señor calvo de la edad de mi padre que se me acercó para darme un abrazo: «Soy el hermano de tu padre». Y de repente me vi abrazando a señores que no conocía de nada. Me acordaba del sobrino de mi padre; un señor cincuentón con cuatro pelos, y de una prima; pero como apenas había tenido contacto con la familia del pueblo, ese reencuentro fue bastante frío.
 Estaba claro que habían venido para despedirse de mi padre.

 Nos fuimos turnando otra vez para volver a entrar en la habitación de la UCI, y la cama de mi padre moribundo se convirtió en una especie de improvisado photocall por el que fue pasando toda la familia. Cuando te mueres, todo el mundo se acuerda de ti, aunque solo sea un poquito.
 En mi turno me metí acompañado de mi tío (el señor calvo hermano de mi padre) y cada uno nos pusimos a un lado de la cama y esperamos el próximo parte de los médicos. «No pinta bien», me dijo mi tío. Luego le cogimos las manos a mi padre  y yo le toqué su cabeza; su cabezón calvo y sudoroso. En mi familia, cariñosamente siempre había sido «el tío Cabezón».
 Después de ese rato con mi tío del pueblo, ahí plantados, observando a mi padre sin mucho más que poder hacer, fueron pasando otros familiares. Mi tío Antonio (que tiene el pelo blanco y una gran barriga) se muestra muy enfadado con mi padre, como si le hubiese fallado; se nos acerca y nos dice: «Si tu padre está igual, tiene su cara de siempre, lo que pasa es que está dormido». Imagino que se siente defraudado con mi padre porque de alguna manera lo ha dejado tirado y ya no le podrá hacer compañía en los partidos de fútbol del bar del chino de la plaza.
 Después de pasar varias veces por la habitación de la UCI para seguir viendo a mi padre en el mismo estado, empecé a recordar un montón de pelis en las que el protagonista volvía a la vida después de pasar varios días o meses en coma; y pensé en Uma Thurman en Kill Bill, James Caan en Misery, Andrew Lincoln en The Walking Dead, Robert de Niro en Despertares, todos los personajes de Línea Mortal; incluso pensé en Steven Seagal en Difícil de matar, la madre de Good bye, Lenin!, La escafandra y la mariposa. Eran tantas las referencias que la lista era interminable. La vida que imita al cine y al revés.
 También fantaseé con la idea de que mi padre se despertaba y me ponía a hablar con él, como si no hubiese pasado nada y todo había sido un pequeño susto; luego le quitaban los cables, los parches y le daban su ropa, y salíamos de allí caminando para volver a casa… Pero eso era imposible.  

Esa tarde de lunes lluvioso no podíamos hacer mucho más en la sala de espera del hospital y decidimos largarnos. Quedé con la familia del pueblo que al día siguiente volvería con Paula al hospital y que los acompañaríamos al aeropuerto. Luego salimos todos del hospital. Eran casi las nueve de la noche y seguía lloviendo.

Mi padre se pasó encamado seis meses, hasta su muerte el día 5 de junio del 2023.